Narcoliteratura (¿De qué más podríamos hablar?)

 

***

En 2009 Teresa Margolles escogió como título de su exposición en la Bienal de Venecia una pregunta desafiante: ¿De qué más podríamos hablar?, respondiendo así a los comentarios anticipados en México donde una buena parte de críticos y el público en general se muestra desde hace algún tiempo cansado de la hiperexplotación del tema narco. La narcocultura, durante décadas considerada una subcultura limitada a la frontera y la zona norte del país —tradicionalmente ligada a la producción y tráfico de estupefacientes— desde los años noventa ha llegado a instalarse en el pleno centro del mainstream cultural mexicano. La normalización y comercialización de la narcocultura en los medios, las artes visuales y la literatura en este periodo marcha de modo paralelo con la “fronterización” de México en la esfera política, donde el negocio del narco, la violencia y la corrupción política que lo acompaña se empieza a evidenciar en el resto del país. Los conglomerados mediáticos, Televisa y TV Azteca convierten la cobertura del protagonismo del narcotráfico y escándalos políticos relacionados en uno de los ejes del espectáculo informativo de la televisión mexicana finisecular; en el campo de las artes plásticas los artistas como Teresa Margolles, Lenin Márquez y Ricardo Delgado Herbert empiezan a explorar la dimensión estética de la narcocultura y la violencia que la acompaña; mientras que la maquinaria mercadotécnica de conglomerados editoriales como Planeta, Alfaguara, Mondadori y Tusquets, entre otros, que en los últimos años de los años noventa “descubrieron” la literatura del norte como el nuevo sabor de la literatura mexicana, comienzan a empaquetar para la venta tanto doméstica como trasnacional la narconarrativa mexicana como la más reciente expresión de la exótica barbarie latinoamericana.

Conforme crece la representación de este tema en diversos medios del mainstream cultural aumentan también las críticas que, por lo general, toman forma de breves notas periodísticas que repudian la actual comercialización y sobrerrepresentación del tema, que cabe señalar, décadas atrás ya había ocurrido en el caso de los narcocorridos y el narcocine, que se comercializaron al margen del mainstream cultural, sobre todo, entre la población del norte y los inmigrantes. Se alega que el exagerado interés en el tema narco y su comercialización legitiman este negocio ilícito, promueven la violencia y contribuyen a la mala imagen del país en el extranjero. Dichos argumentos han sido usados, por ejemplo, por funcionarios culturales de Tamaulipas que en ocasiones han censurado la muestra de pinturas de Ricardo Delgado Herbert, difícil de entender dada la feroz caricaturización de la figura del narco en sus cuadros. Argumentos parecidos han sido empleados por varios críticos de Teresa Margolles, entre ellos Avelina Lésper, quien desacredita el proyecto artístico de Margolles tanto en su dimensión ética como estética.

En cuanto los comentarios que conciernen a la cobertura mediática, Enrique Krauze en su artículo “En defensa de nuestra imagen” publicado en Proceso en 2009, critica los medios impresos del país por su cobertura sensacionalista del tópico, especialmente la insistencia en las imágenes sangrientas que, según el autor, proveen publicidad gratuita para los cárteles. En el campo literario los reproches y lamentos más frecuentes vienen de parte de escritores que fungen como críticos culturales. Así, Rafael Lemus en “Balas de salva. Notas sobre el narco y la narrativa mexicana” publicado en Letras Libres en 2005 lamenta la calidad inferior —folclórica y costumbrista— de la narcoliteratura; Sergio González Rodríguez en “Narcoliteratura mexicana” publicado en 2009 en el diario Reforma estima que hasta la fecha no se han dado novelas verdaderamente capaces de captar el impacto del narcotráfico sobre la sociedad mexicana. González Rodríguez —autor de un conocido libro sobre las muertas de Juárez— espera que las obras sobre lo narco “se beneficien más de la lejanía temporal, que de la urgencia de registrar un presente vertiginoso”, pues, alega, esa lejanía benefició e hizo posible la novela sobre la Revolución mexicana. Por su parte la autora española Lolita Bosch en “Contar la violencia” publicado en El País en 2009 resalta la abundancia de la representación literaria del tema narco en México, pero propone la novela colombiana de Evelio Rosero Los ejércitos (2006) como un singular ejemplo de acercamiento ético a la representación de la violencia, “una perspectiva que en México todavía echamos en falta”. Por último, Héctor de Mauleón en su columna en Milenio en 2010 se pregunta sobre la ausencia de la gran novela de narcotráfico en México: “¿Dónde está la obra literaria que cuente las narcofosas del modo en que Mariano Azuela describió en el otro siglo la panorámica de un mundo en llamas?”; y su pregunta hace eco en una nota de Christopher Domínguez Michael en Reforma, quien señala que es poco probable que surja un Azuela de la narcoliteratura mexicana pero por lo pronto sugiere que la prosa “depurada” y “lírica” de Yuri Herrera representa la cumbre de esta narrativa, “menos que un principio, [es] el fin de un camino: el imperio narco reducido (como sólo la buena prosa puede y debe hacerlo) a la mirada falsamente idiota de un bufón arrimado al palacio”. El crítico propone que Trabajos del reino (2004) y Señales que precederán el fin del mundo (2009), de Herrera, son novelas que sobrevivirán el paso de tiempo ya que por la calidad de su propuesta literaria se distinguen de las “noveluchas prescindibles” que “irán perdiendo toda relevancia cuando se hable de México en los tiempos de las guerras del narco”. Son este tipo de comentarios que quisiera problematizar aquí para advertir que a pesar de la calidad muy variable de la narconovela señalada por los críticos citados —el descriptor “narconovela” lo uso no de una manera peyorativa sino simplemente para describir una modalidad literaria que aborda directa o indirectamente el mundo relacionado con el narcotráfico y la droga— es precisamente en el ámbito literario donde se registra la exploración más rica y compleja del fenómeno narco que se aborda desde una variedad de géneros literarios, perspectivas narrativas y posturas ideológicas [1].

El atractivo literario del tema narco es obvio no sólo por su vigencia sino también por la inherente cualidad ficticia de este mundo: las vidas enigmáticas de los mafiosos, la colusión entre el poder político y las mafias, fortunas fabulosas y mujeres apetitosas, la violencia desbordada que compite con la que se ve en el cine global, así como los eventos reales tan alucinantes como la revelación de que los reos del Cereso de Gómez Palacio en Durango salían regularmente por la noche para matar —con las armas de sus custodios— a los integrantes de grupos criminales rivales. Este tipo de eventos, junto con las coreografías mortuorias ideadas por los sicarios: decapitaciones y mutilaciones donde a veces las cabezas cortadas terminan rodando en una pista de baile, o la cabeza de la esposa asesinada de un capo del narcotráfico se entrega a su marido servida al estilo bíblico, o la historia de un “pozolero” que disuelve en ácido a más de trescientas personas asesinadas, parecen confirmar el viejo cliché de que en América Latina la realidad rebasa a creces la ficción, y de que en México el arcaico realismo mágico —la representación “natural” de la desbordada realidad del continente— se ha visto reemplazado por un nuevo (narco) realismo mágico. Si bien desde la perspectiva de aquellos que no conocen bien la trayectoria histórica de la narconovela ésta puede parecer un suceso nuevo en la literatura mexicana —efectivamente una invención del mercado editorial de los últimos diez años—, es importante recordar que esta modalidad literaria tiene una larga trayectoria histórica y surge en Sinaloa en 1967 con la publicación de Diario de un narcotraficante de Pablo Serrano.

Desde su incepción la narconovela se gesta como parte inherente de la literatura regional, publicada exclusivamente en las pequeñas editoriales locales con nula circulación fuera de su zona de origen. Sus exponentes principales en Sinaloa son Élmer Mendoza, con sus dos primeras obras pseudo testimoniales, Cada respiro que tomas (1992) y Buenos muchachos (1995); y Leónidas Alfaro, con el primer narcobildungsroman mexicano, Tierra Blanca (1996), novelas que humanizan a los traficantes y explican cómo y por qué alguien se convierte en narco. En Sonora, Gerardo Cornejo, en su Juan Justino Judicial (1996) relata la historia del corrupto y temido policía y borra toda diferencia entre los narcos y los representantes de la ley. Dichas obras constituyen ejemplos de una literatura regional antihegemónica que se escribe no sólo en oposición al discurso oficial, que por un lado demoniza a los traficantes mientras que por otro saca provecho de este negocio ilícito; sino también en oposición a la cultura canónica mexicana, urbana y cosmopolita. Este carácter estrictamente regional de la narconarrativa cambia en los últimos años de la década de 1990 cuando los grandes conglomerados editoriales, como también un poco más tarde las pequeñas editoriales independientes españolas, Almuzara y Periférica, empiezan a promover la narcoliteratura mexicana, en perfecta sincronía con el momento histórico en que crecen el poder y la visibilidad de los cárteles mexicanos y recrudece la narcoviolencia. Las editoriales transnacionales literalmente desterritorializan ese tipo de literatura regional y empiezan a publicarla y difundirla fuera del norte. Una vez acogida y promovida por sistemas mercadotécnicos de los conglomerados editoriales la narconovela se convierte en una modalidad literaria “desterritorializada”, practicada ya no sólo en el norte (Orfa Alarcón, Leónidas Alfaro, Julián Herbert, Élmer Mendoza, Eduardo Antonio Parra, Hilario Peña, Víctor Hugo Rascón Banda, Juan José Rodríguez, Heriberto Yépez) u otras partes de México (Homero Aridjis, Bernardo Fernández Bef, Carlos Fuentes, Sergio González Rodríguez, Mario González Suárez, Yuri Herrera, Martín Solares), sino también fuera del país donde sus más destacados exponentes hasta la fecha han sido el autor español Arturo Pérez Reverte con su versión romantizada y folclórica del narcotráfico, La Reina del Sur (2002) en la cual sucumbe a la seducción del mito del narco sinaloense como un bandido social, más moral que los malvados representantes del poder; y Don Winslow quien, en su impecablemente investigada, El poder del perro (2005) denuncia rabiosamente la turbia complicidad estadounidense con el narcotráfico mexicano y colombiano, inherentemente vinculado con su política global de neutralizar la guerrilla izquierdista en América Latina. En un thriller político que se mueve con la rapidez del cine de acción, Winslow comprime décadas de la historia de narcotráfico en un par de años y un par de personajes ficticios construidos con tajos de historias reales de la vida de verdaderos capos de este negocio.

El interés de la industria editorial transnacional en la temática señala el valor mercadotécnico de dicha narrativa y constituye un factor decisivo en la proliferación, normalización y mainstreaming de esta modalidad literaria. Si bien no cabe duda de que esta industria ha jugado un rol preponderante en la promoción de la narcoliteratura —por la actualidad del tema que trata se supone, correctamente, que tendrá mayores posibilidades de venta que, digamos, la literatura experimental, exquisita— el factor mercado y el éxito comercial no supone automáticamente una calidad literaria inferior, la tesis que desde hace por lo menos una década sostiene la cultura canónica. Incluso un repaso veloz por el vasto panorama de la narconarrativa mexicana revela la existencia de una variedad de propuestas estéticas y políticas y, por supuesto, una variable calidad literaria Así, por ejemplo, Héctor Aguilar Camín en La conspiración del futuro (2005) explora el nexo entre las mafias y el sistema político; Juan Villoro en El Testigo (2004) el poder del narcotráfico en la política e industria de entretenimiento. Homero Aridjis en La santa muerte (2004) vaticina un México dirigido por los Cárteles Unidos, una propuesta que desde la perspectiva actual no se antoja futurista. Élmer Mendoza en Balas de plata (2008) y Juan José Rodríguez en Mi nombre es Casablanca (2005) emplean una especie rara, el policía honesto que se enfrenta al poder narco, mientras que en El Gringo Connection (2000) Armando Ayala Anguiano expone la futilidad de la lucha contra la droga y a través de la voz de uno de su personajes propone la legalización como la única salida del laberinto de violencia, inseguridad e impotencia.

En cuanto la exploración estética de cómo acercarse al mundo narco, Bernardo Fernández Bef, por ejemplo, escribe su Tiempo de alacranes (2005) como un roadmovie centrado en el personaje de un narcogatillero desencantado que se niega a continuar matando. Yuri Herrera construye su Trabajos del reino (2004) como una fábula narco que narra la rebelión del corridista, El Artista quien, en vez de ensalzar al capo que lo contrata, compone un corrido en el cual desenmascara la impotencia sexual del mismo. Sergio González Rodríguez en El vuelo (2009) evoca el ambiente del narcomundo desde las alucinaciones narcotizadas de su protagonista, mientras que Juan José Rodríguez en Asesinato en una lavandería china (2001) imagina vampiros narco en el puerto de Mazatlán.

Dos trabajos recientes que ofrecen una manera más novedosa de acercarse al fenómeno son Al otro lado (2009) de Heriberto Yépez y Perra Brava (2010) de Orfa Alarcón. Yépez desmantela el mito que desde hace décadas circula a nivel popular y oficial, de que México no es un país de consumidores de droga, sino simplemente un país que “surte lo que los gringos piden”. El autor desmitifica esta tesis demagógica para mostrar que México es también un país de usuarios. El otro lado del título de la novela trasciende el obvio referente geográfico para referirse simultáneamente al otro lado de la razón, el limbo de delirio en que divagan los protagonistas adictos al phoco, una droga sucia que literalmente se cocina con residuos tóxicos que contaminan la ficticia Ciudad de Paso en que se desarrolla la novela. El otro lado geográfico de la frontera y la bonanza que promete se muestran en la novela como un espejismo inalcanzable, una mentira fácilmente sustituida por un shopping mall del lado mexicano de la frontera donde el protagonista principal, el coyote Tiburón, abandona a sus “pollos” haciéndoles creer que ya ingresaron al sueño americano.

Si bien el uso de droga ha figurado con cierta frecuencia, desde la literatura de la Onda para adelante, sólo dos autores, Heriberto Yépez y Julián Herbert han tocado este tema de una manera más bien política. Yépez pinta un cuadro apocalíptico de la frontera y a México como un país que vive literal y metafóricamente en un delirio narcótico, mientras que Herbert en su Cocaína. Manual de usuario (2006) suspende toda referencia al tráfico y sus secuelas violentas para centrarse en los placeres y demonios de la drogadicción, pero también es importante, para señalar que los discursos contemporáneos en torno a la droga, prohibicionistas y moralistas, parecen olvidarse de que hasta la instauración del acta Harrison en 1914, las farmacias recetaban drogas hoy en día ilícitas —cocaína, y derivados de heroína— como medicamentos legítimos, creando así dependencias y adictos entre las capas privilegiadas de la sociedad. Un acercamiento novedoso al tema se da también en Perra brava (2010) de Orfa Alarcón, la primera novela escrita por una autora mexicana que abarca el mundo, esencialmente masculino, del narcotráfico desde la perspectiva femenina. O quizá, sería más correcto decir que el narcotráfico constituye un telón del fondo sobre el cual se desarrolla la relación entre Fernanda, una estudiante de la UNAL y su novio, el joven capo de narcotráfico. Alarcón deliberadamente confunde límites entre la tan silenciada violencia doméstica y tan pública(da) narcoviolencia, la protagonista, que inicia como una “perra sumisa” del novio narco, fascinada y hasta excitada sexualmente por el poder que éste tiene, se convierte paulatinamente en la “Perra brava” —el título de la rola del grupo regiomontano Cártel de Santa, que da título a la novela— y deviene más fuerte y astuta que cualquier macho —el novio narco o el propio padre abusivo— que cruza su camino. La pragmática y cínica Fernanda —quien, a primera vista engaña con su apariencia de típica mujer trofeo que cuelga de la mano de tantos narcos en la vida real, guapa y vestida con ropa de marca— es uno de los poquísimos personajes femeninos que figuran como protagonistas de narconovelas donde, hasta la fecha, se han dado sólo dos personajes centrales memorables: la poderosa reina del narcotráfico, Teresa Mendoza de la novela antes mencionada de Arturo Pérez Reverte, y la sicaria femme fatal, Rosario Tijeras de la novela homónima del colombiano Jorge Franco Ramos.

Poniendo a un lado el tema que es la nostalgia de muchos lectores y críticos, incluyendo aquellos mencionados arriba, por las grandes novelas que abarcaran de una manera totalizante la sociedad contemporánea, en el caso mexicano el narcotráfico y sus secuelas devastadoras —tal como lo hicieron en su tiempo y en otro contexto histórico Carlos Fuentes en La región más transparente, Mario Vargas Llosa en Conversación en La Catedral, o Augusto Roa Bastos en Yo el Supremo— me aventuro a afirmar que la gran novela mexicana del narcotráfico se escribió hace ya diecinueve años. Se trata de la conmovedora y hondamente sentida Contrabando, escrita por el dramaturgo chihuahuense Víctor Hugo Rascón Banda que, cabe señalar, no ha merecido mención alguna por ninguno de los críticos previamente citados. Galardonada con el premio Juan Rulfo en 1991 pero inédita hasta 2009 cuando se publica en Planeta tras la muerte prematura de su autor, apareció en pleno auge de la narcoviolencia cuyas dimensiones épicas Rascón Banda ya había anunciado proféticamente hacía casi veinte años. Desde la distancia histórica de dos décadas, la novela se lee como una suerte de espeluznante memoria del futuro, una obra visionaria que presenta al narcotráfico como una tragedia griega de proporciones épicas donde las causas sociales, culturales e históricas de la violencia se entretejen con el destino trágico y universal del ser humano. La obra no es sólo brillante en su visión del narcotráfico como la gran tragedia mexicana sino también en cuanto a su realización literaria donde el autor ha logrado crear un género híbrido: novela-guión-poesía-obra de teatro-testimonio, que le permitió captar desde diferentes ángulos de narración las múltiples facetas de este percance nacional. La obra se construye como un texto polifónico, desde cada capítulo —como si fuera una tumba solitaria de Comala— habla un alma en pena que cuenta su historia y pide, en vano, la justicia. La microhistoria de cada hablante, por ende, refleja la macrohistoria silenciada de los pueblos del norte, históricamente más involucrados y afectados por el narcotráfico. Una fatalidad rulfiana y el pathos poético enmarcan la obra, las historias se cruzan y conectan, la última frase de cada capítulo abre nítidamente el relato que se narra en el próximo.

Rascón Banda forja la novela con trazos de realidad y elementos autobiográficos, él mismo aparece como protagonista en su rol de periodista y escritor. Es de él de quien sus interlocutores, campesinos y otros personajes desposeídos y desprotegidos de su pueblo natal Santa Rosa, esperan que por su calidad de letrado habitante de la capital denuncie y difunda públicamente las injusticias y abusos que sufren por parte de los policías y los narcos que, como afirman varios personajes de la obra, vienen a ser uno mismo. Al final de la obra, Víctor Hugo quien vino a Santa Rosa de Lima de Uruáchic para escribir en la tranquilidad de la finca de sus padres el guión para una película de Tony Ayala, una suerte de narcomelodrama, se ve avasallado por los hechos que presencia —masacres, secuestros, abusos impunes— y de los cuales apenas logra escapar con vida. Su madre le aconseja al personaje:

Acá en Santa Rosa no hay ley que valga ni gente libre de culpa, dice mi madre. No quiero que vuelvas a pisar este pueblo. Si sientes deseos de vernos, iremos adónde tú estés. Acá no se sabe quién es quién. Además, tienes una mirada extraña y una pinta que te perjudica, tiene razón Damiana Caraveo cuando dice que miras como un narco o como judicial, que para el caso es lo mismo. Y además vistes como ellos. No vale la pena que corras el riesgo, no quiero perder un hijo. Ya te encomendé a Santa Rosa de Lima y te entregué a ella. Olvídate de lo que viste y escuchaste acá. Haz de cuenta que fue una simple pesadilla”. (Contrabando, p. 209).

Pero él decide no seguir el consejo y, en su lugar, cumple con su deber social, y escribe el libro de denuncia. El autor no sólo relata testimonios escuchados sino que también problematiza de una manera autorreferencial dos asuntos claves relacionados con la representación literaria del narco: la posición ética del escritor frente al material que presenta y la búsqueda de un género literario idóneo para captar el sentido de la tragedia individual y colectiva del narcotráfico mexicano. El hecho de que a veinte años de distancia la novela no sólo ha pasado la prueba del tiempo sino que parece aún más vigente hoy que en el tiempo de su escritura, es otra prueba de su calidad perdurable. Vivida y sentida desde adentro, desde el privilegiado conocimiento de un escritor oriundo de la zona de Chihuahua en que se desarrolla la trama y desde la destreza técnica de un dramaturgo, la visión épica y profundamente ética del narcotráfico de Rascón Banda, como un destino maldito de los pueblos del norte y una inevitabilidad histórica, difiere radicalmente de aquella brindada por los autores del centro, en particular de aquellos que se acercan al narco a partir de la representación en los medios, la nota roja o los mitos perpetuados en los corridos.

Contrabando también supera la tan divulgada, cínica y moralmente problemática La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo, aclamada tanto por la crítica mexicana como por la internacional, como la gran novela del sicariato y el narcotráfico. La postura absolutamente ética de Rascón Banda, la fuerza poética del drama que tan hábilmente maneja, expone la novela de Vallejo como una obra “hueca”, escrita desde la arrogancia irritante del intelectual letrado que se vuelve cómplice de la violencia y se deleita con los asesinatos azarosos perpetuados por los jóvenes sicarios, presentados por el autor como ángeles de la muerte y portadores de una violencia sublime y romantizada que purifica, mediante la destrucción, un país corrupto.

El ya abundante corpus de la narconarrativa mexicana, para los que sepan leerla, representa un lugar privilegiado para estudiar cómo el narcotráfico afecta el imaginario nacional, y de qué manera las percepciones literarias del mismo entran en conflicto o diálogo con discursos locales y globales sobre este fenómeno. En su conjunto, dicha narrativa, por encima de las diferencias estéticas, éticas e ideológicas, ofrece testimonio de la prevalencia en la sociedad mexicana de lo que Rossana Reguillo llama la cultura de la ilegalidad, un entorno social en el cual la corrupción, la impunidad y la relatividad ética —practicadas inclusive desde las cúpulas del poder— se han convertido en el marco (in)moral y la norma de la sociedad.

En cuanto a su recepción entre el público, el éxito de la narcoliteratura, tanto ficción como no ficción se podría atribuir no sólo al morbo que inspira el tópico en el llamado ciudadano decente, deseoso de asomarse a la vida de aquellos que viven al otro lado de la ley; sino también porque satisface dos deseos contradictorios en el lector. Por un lado, ofrece catarsis por la ventilación pública (y en muchos casos la denuncia), de ciertos eventos escamoteados o negados por el discurso oficial. Y por el otro, me atrevería a decir, satisface un deseo secreto de protagonismo criminal donde por lo menos hasta que dure la lectura, el “ciudadano decente” —cuya vida diaria está marcada por la impotencia frente al poder del estado, la corrupción y la violencia— desde la seguridad de su casa se sumerge en el mundo prohibido del hampa.

Si bien no cabe duda de que las editoriales transnacionales han jugado un rol crucial en la proliferación y popularización de la narconovela, el periodismo cultural mexicano debería superar su rechazo instintivo del mercado y emprender un análisis que no se quede paralizado frente al fenómeno comercial mientras lamenta una y otra vez la ausencia de la gran novela del narcotráfico. La repetición circular de argumentos familiares a todas las reseñas de la narconarrativa no ayuda a entender el significado de este fenómeno ni siquiera tan nuevo en la literatura mexicana. Para avanzar el debate es necesario emprender una lectura mucho más analítica que vaya a través y más allá del mercado, y que indague en la problemática que esbocé más arriba.

Tomo prestadas palabras de Francine Masiello en el contexto del bestseller femenino en América Latina, en las condiciones que rigen actualmente la industria cultural donde el mercado juega un rol que ya no se puede desestimar, se requiere por parte de los críticos una lectura “que no se detiene meramente ante las puertas del éxito comercial y la fanfarria colectiva, que sobrepasa nuestras fantasías mojigatas de una existencia estética fuera del consumo”. Se trata de una lección que bien deberían considerar los críticos mexicanos que llevan por lo menos una década desconcertados frente al fenómeno de la narcoliteratura.

[1] El boom del tópico narco es particularmente evidente en la proliferación de las que denomino publicaciones “relámpago” del periodismo investigativo y la crónica (roja) novelada, que con una rapidez asombrosa responden a los eventos y escándalos más difundidos en los medios. Así a menos de un año de captura de la coqueta Sandra Ávila Beltrán —la apodada Reina del Pacífico— aparecen dos libros dedicados a su caso: la entrevista de Ávila con el renombrado periodista Julio Scherer La Reina del Pacífico. Es la hora de contar (2009) y la crónica novelada de Víctor Ronquillo La reina del pacifico y otras mujeres del narco (2008). Javier Valdez, autor de Miss Narco (2009) también aprovecha la centralidad de la noticia de la captura de Nuestra Belleza Sinaloa 2008, Laura Zúñiga, en compañía de unos integrantes del cártel del Golfo. En el campo del periodismo investigativo se destaca Ricardo Ravelo con hiperproducción de libros sobre el tema narco: Osiel, y Cártel de Sinaloa aparecen en 2010; La herencia maldita, Crónicas de sangre, y Los capos en 2007, y Narcoabogados en 2006. Cabe señalar que todos los libros mencionados son publicados por las mismas editoriales transnacionales que promueven la publicación de narconovela.