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Carlos Ocampo

Carlos Ocampo, nacer en la Ciudad de México cuando apenas comenzaba el decenario de los cincuentas. Vivir la infancia y la adolescencia en el tablero de cantera de la colonia Roma, la de antes de que se pusiera de moda, la venida a menos pero, eso sí, muy digna. Recibir la educación laica y gratuita impartida por el Estado y arribar a los veinte años sin tener la menor idea de lo que se quiere hacer en la vida. Describir el campus universitario, extraviase en los meandros de la vieja Academia de San Carlos.

Intentar la actuación. Asumir -casi por accidente-, la escritura. Ganar el Premio para cuento infantil Juan de la Cabada (INBA, Gobierno del estado de Campeche) y recibirlo -día negro-, la fecha en que murió el escritor (1986). Toparse con el ofrecimiento de escribir de danzas sin alcanzar a ver, entonces, que aquellos se convertirían en tarea omnívora. Dejar que la vida se pueble de bailarines, coreógrafos y músicos.

Escribir (en periódicos, revistas y, si fuera el caso, hasta en hojas parroquiales) como si alguien leyera sobre este asunto. Hacerlo, sobre todo por placer y -junto con pegado- por necesidad de compresión. Intentar ver el mundo a través del ojo de la cerradura que resguarda los haberes de Terpsícore. Tal, por ejemplo, Carlos Ocampo.