Escribir desde otro lado

 

Nombrar y documentar son tareas que el periodismo ha ejercido durante años. Saúl Hernández y Pablo Rojas hablan acerca de un género que no es nuevo, pero que por su valor creativo y político escapa a las convenciones del género: la poesía documental.

Ilustración: elcerezo

 

Escribimos desde la edición independiente. Desde aquí, entendemos el periodismo como un ejercicio eminentemente político, que se ha trastocado en los últimos años. Años aciagos de un país en guerra: lleno de dolor e injusticia, pero también de lucha y resistencia. En ese contexto, algunos escritores y periodistas han sido interpelados a redefinir su práctica. A abandonar los soportes autorizados, para trabajar más allá de filiaciones y de convenciones dictadas por el mercado y la academia. Se trata de una acción política del decir y del nombrar. Una escritura estética y políticamente relevante. Una acción política fincada en el lenguaje, aquí, y por supuesto, ahora. No hay novedad, pero sí una necesidad de abandonar la jurisdicción de los géneros, y de problematizar algunas ideas asociadas al periodismo: objetividad, neutralidad, etcétera. En este periodismo siempre se escribe desde un lugar específico. Asumiendo una postura. Estando expuesto. Afectado, de una u otra forma. Forzado a repensar para qué y para quiénes se está escribiendo. Y, en todo caso: qué es y para qué sirve el periodismo.

Podríamos decir que la importancia del periodismo radica en la posibilidad de nombrar, ofrecer palabras y metáforas que más tarde nos ayudarán a dolernos y condolernos con los otros. En Dolerse: Textos desde un país herido, Cristina Rivera Garza escribe: “Cuando la gravedad de los hechos rebasa con mucho nuestro entendimiento e incluso nuestra imaginación, entonces está ahí, dispuesto, abierto, tartamudo, herido, balbuceante, el lenguaje del dolor.” La escritora oriunda de Tamaulipas continúa: “De ahí la importancia de dolerse. De la necesidad política de decir tú me dueles y de recorrer mi historia contigo, que eres mi país, desde la perspectiva única, aunque generalizada, de los que nos dolemos. De ahí la urgencia estética de decir, en el más básico y también en el más desencajado de los lenguajes, esto me duele.”

Este libro, asegura la lingüista Yásnaya Elena Aguilar Gil, “llama no sólo a dolerse con ella sino a condolerse con todos y para eso es necesario sentir el dolor del otro, entrañarlo y sentirlo como propio. Pero para eso se necesita reconocerlo”. Y para reconocerlo se necesitan esas metáforas, palabras y explicaciones para “entrañarlo luego”. Por eso, sigue Yásnaya Elena Aguilar Gil, este libro, pero también muchos otros escritos desde la guerra, escritos con el cuerpo expuesto y la voz entrecortada, “se erige como una gran metáfora que enuncia y explica el dolor de un país lastimado, los detalles de cómo duele, arde o punza”. Sólo así, después de todo, podemos condolernos “estableciendo ese pacto de saber que nuestro dolor, el mío y el tuyo, son de la misma naturaleza”.

Así, la generación de Marcela Turati, Daniela Rea, Daniela Pastrana, Sandra Rodríguez, Vanessa Job, Diego Enrique Osorno, Alejandro Almazán, Óscar Martínez y John Gibler, por mencionar a algunos, está marcada por una realidad que duele, y siempre interpela; y entonces, por la necesidad de decir a pesar del miedo a hacerlo. En este contexto, escritores y periodistas han arrojado propuestas que apelan a la documentación, la tarea de nombrar, y la lucha por la memoria. Cuando Alma Guillermoprieto pensó en 72 Migrantes (Almadía/Fronterapress) dio por hecho la colindancia entre investigación periodística y creación. El resultado es desigual, como en muchas antologías, pero hay que leer el texto de Martín Solares y su dispositivo con leones (“Migrante aún no identificado”), o las “72 palabras”, de Alfonso López Collada. Las fronteras, en muchos sentidos, fueron reducidas para crear un libro que más allá de sus propias contradicciones, es, acaso sobre todo, una acción política.

El resultado, por supuesto, no es una certeza ni un híbrido bien acabado; sino la búsqueda de una escritura política y pública, en sus muchas manifestaciones. Una acción periodística. Y política. Decir desde otro lado. Y ese otro lado, ya no será la objetividad, sino el dolor; no la posición, sino la yuxtaposición; no lo alternativo, sino lo subalterno; no lo lineal, sino lo de abajo. Además, este periodismo aboga por la vigencia de la memoria colectiva, a partir de registros, documentación, y trabajo de campo. Se trata, entonces, de no olvidar, denunciar y tomar postura. Los proyectos de la escritora mexico-catalana Lolita Bosch están afincados en el mismo territorio, en el lenguaje y la palabra.

Si pensamos en las líneas anteriores, quizá sería mejor hablar de escrituras políticas y poéticas, más que de géneros bien delimitados. Estas escrituras intentan perforar las categorías y al lenguaje mismo. Explorarlo desde adentro. Pensar que el lenguaje, como el sentido (poseído en) común, puede enmascarar ciertos problemas asociados al poder, envueltos entre palabras y argumentos culturales. Sólo hay que pensar, por ejemplo, en todo el lenguaje asociado al género y a la preponderancia del patriarcado. Estas escrituras apelan, por supuesto, sin duda alguna, a la voz del otro. En éstas la voz de quien escribe siempre es y será la de otro.

Eso lo tienen claro quienes parten de la crónica, pero no quienes lo hacen desde la poesía. En Antígona González, Sara Uribe investiga y escarba sobre los desaparecidos en México, retomando a Judith Butler, Harold Pinter o Sófocles, pero también a familiares y víctimas de la violencia. Su propuesta está llena de voces de los de abajo, de la gente que vive la desesperación cotidiana de saber desaparecido a uno de los suyos. Lo que hace Uribe no es poco: a Butler, sin mencionarla más que en las notas finales, le otorga la misma voz que a las personas cuyos testimonios extrae de notas periodísticas. Todos son Antígona: Porque les tocó. Antígona es la recreación de una voz colectiva y también pública.
No nos es útil preguntarnos si lo que hace Sara es periodismo o poesía. Sabemos que es una escritura política, en el linde, basada en la investigación rigurosa, y en la “apropiación y reescritura”.

Algo parecido sucede con John Gibler en 20 poemas para ser leídos en una balacera. No sabemos si John considera que sus poemas son parte de su trabajo periodístico, pero sí queda claro que está interesado en esos espacios liminales, en perforar las categorías y explorar el leguaje.

La acción periodística y la escritura política acercan. Van más lento en un mundo compelido por la vorágine virtual, las teorías y sus metáforas. No que el periodismo o su acción las desprecien, a veces al contrario, sino que la acción periodística tiene su base y fundamento en otras acciones, concretas y que apelan a una realidad cotidiana, de a pie. A pie vamos irremediablemente más lento que el capital financiero. Los periodistas que se asumen desde esta contraparte activa pero lenta, descubren otro cariz en el entrevistado. El tren de los migrantes, las bodegas donde deben vivir los desaparecidos, los ojos y cicatrices. Todo va más lento visto desde abajo. La velocidad no es valorativa ni puede adjetivarse, pero le otorga cualidad de ser, desde el punto de vista de la acción periodística, política. Correr el velo lentamente nos da un sentido de aproximación no exenta de misterio. También da el tiempo justo para la retrospección, evaluación y para la empatía. Esta acción periodística no busca la inmediatez, busca ante todo la complicidad con los involucrados, y la puesta en marcha de un pensamiento ético. Posicionarse desde el ámbito de lo público también ayuda a configurar y hacer reflexionar a quienes llevan una libreta o grabadora en mano.
O de quien desde otro ejercicio de escritura, trabaja por documentar, decir, gritar, acercar. La guerra nos cambió a todos, y al ejercicio periodístico posiblemente lo renueve desde muchas esquinas: desde la poesía, desde el teatro, desde el pastiche, desde donde haga falta. Sin estridencias, la escritura política tal vez ayude a contar desde otro lado, de abajo y de a pie, nuestras historias. Los editores debemos estar atentos.

Rubén Bonifaz Nuño. Donde todo empieza en cada punto

A Rubén Bonifaz Nuño le debemos, entre otras cosas, la colección de clásicos Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana (UNAM). Él unió, como pocos, el mundo grecolatino, la cultura mesoamericana y las formas del decir popular. Claudia Hernández Valle Arizpe y Roberto Cruz Arzabal hablan sobre la vocación humanista e intelectual del autor de Albur de amor.

"A la muerte la veo sin temor, sin emoción, como una cosa completamente natural que me llegará, como me llega todavía la respiración." Rubén Bonifaz Nuño

 

Rubén Bonifaz Nuño (RBN) es un autor realmente singular en el panorama de la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo XX y de principios del siglo XXI. Erudición y originalidad definen su obra poética y ensayística, en las que la iconografía azteca y la cultura grecolatina amarran lazos en textos que sintetizan una nueva conciencia sobre la identidad del mexicano de nuestro tiempo. En lo anterior radica parte de la fuerza pero, también, de la utilidad de sus versos y ensayos; un auténtico abanico de significados e interpretaciones.

A través de la valoración poética del arte delos antiguos mexicanos, RBN nos acerca de otra manera a nuestro pasado. Con ojos nuevos, alejado de los prejuicios heredados por siglos, y de lo que Mircea Eliade llamó “la infantilización del mito”, su posición frente a la realidad humana vista como fuente de belleza y de verdad, pero también como inagotable lucha de contrarios, lo hacen trascender las divisiones tajantes entre lo carnal y lo espiritual. Con su obra —también la de traductor, Rubén Bonifaz Nuño contribuye a la creación de una voluntad de rescate ecuménico, de la cual forma parte su propuesta de la universalidad de lo mexicano.

No puede entenderse a RBN fuera de su tiempo. Es heredero tanto de los poetas del Ateneo como de los del grupo Contemporáneos y de los escritores reunidos en torno a las revistas Taller y Tierra Nueva. Lo es, también, de las vanguardias europeas, semilla de ese “tránsito de la reverencia a la ironía, del estremecimiento a la malicia” (como lo escribió Carlos Monsiváis en sus “Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX”), tan presente en poetas como Efraín Huerta, José Carlos Becerra y Eduardo Lizalde. El pensamiento humanista de Alfonso Reyes es importante para la vida cultural de México. Como muchos otros autores, Bonifaz lo dejó claro en el artículo “Una lección de humanismo…”: “Años antes de que yo comenzara a leer a Virgilio, Alfonso Reyes orientó mi amor hacia ese poeta con quien él ejemplificaba la significación de la latinidad, una de las copiosas raíces de nuestro humanismo.”

En las décadas de los años treinta y cuarenta, los integrantes de Taller y Tierra Nueva entendieron la poesía, el ensayo y la crítica desde su valor literario y universal y subrayaron sus diferencias ideológicas con autores anteriores, como cuando Octavio Paz escribe: “Para los poetas Contemporáneos el poema era un objeto que podía desprenderse de su creador; para nosotros, un acto.” (En Las peras del olmo). Las correspondencias entre la generación de Paz y la de Bonifaz Nuño, inmediatamente posterior, encuentran sus causas en factores de orden histórico, ideológico y estético. Con afán de buscar una línea de continuidad que domine el pensamiento y la obra del mexicano del siglo XX, ocuparía un lugar preponderante la de su relación compleja con el nacionalismo, reflejada en los libros de Samuel Ramos, Edmundo O’Gorman, Leopoldo Zea y Octavio Paz. RBN asimila todo eso y reelabora lo nacional —muy particularmente lo prehispánico— descubriendo, a través de su poesía, que el acto de creación es tan universal como los propios mitos.

"La poesía ha sido el único acto libre de mi vida. Lo demás es trabajo pagado para sobrevivir" Rubén Bonifaz Nuño

¿Dónde colocar a este poeta creador de ritmos? Porque se trata de un autor que combina en uso alternado eneasílabos con decasílabos [El ala del tigre (1969), La flama en el espejo (1971), El corazón de la espiral (1983)], o que emplea el eneasílabo polirrítmico (herencia del romanticismo y considerado popular hasta la fecha) y el eneasílabo trocaico (marcado en la cuarta sílaba, y muy usado en el modernismo): “Desencordado y sin guitarra, / hago segunda a tus adioses / con mi desgracia. Estás conmigo”, remitiéndonos a otras épocas pero situándonos también en un presente mexicano que incluye giros idiomáticos propios y hasta acordes de canción ranchera.

En buena medida es gracias a esas formas métricas y rítmicas, que afloran en Bonifaz la expresión enfática, la elegancia y la riqueza en el diálogo, elementos con los que crea un modelo personal armónico que refuerza el sentido de las imágenes y de los conceptos. Esa diversidad rítmica lo distingue, lo hace reconocible, si advertimos su uso del encabalgamiento suave y abrupto, con el que abre paso a una ambigüedad necesaria, además de a una entonación distinta cercana al lenguaje coloquial: reminiscencia o intertexto de refranes, dichos populares y corridos: “Ya no sufras, corazón, a nadie / le va importando lo que alumbras; / fuera mejor que te apagaras, / mejor se acabara esta querencia”. (Albur de amor)

En mi opinión, no es difícil equiparar a RBN, el poeta, a un arquitecto. El constructor de ritmos es también el que concibe estructuras. Analizar bajo diversas ópticas sus libros, desde La muerte del ángel (1945), su primer poemario, hasta Calacas (2003) nos revela que poco es gratuito en su orden y en su distribución. La estructura, por ejemplo, de Albur de amor (1987) corresponde, por la disposición y frecuencia de los números sagrados de los mexicas: 2, 4 y 5 —y que por su carga simbólica definen formal y temáticamente al poema— a la mal llamada Coatlicue.
Bonifaz es, digamos, un poeta de correspondencias. Hay correspondencia entre lo interno y lo externo, casi de una manera gráfica. Hay correspondencia entre Tláloc y Albur de amor, a partir de la concepción dualista del mundo. “La imagen de Tláloc sólo se constituye cuando las cabezas de serpientes se combinan, formando unidad, con la figura humana”, escribe RBN en Imagen de Tláloc (1986), un libro en torno a la comprensión del verdadero significado de esa deidad, y que para él fue clave para entender mejor la filosofía de los antiguos mexicanos sobre el origen y la creación del universo.

Erudición y originalidad definen la obra completa de Rubén Bonifaz Nuño.

El carácter reflexivo, las sentencias, los niveles de oposición en sus poemas hablan de una dialéctica cuyo movimiento también recorre en fuerzas contrarias que se reconcilian en un tercero armónico (el hombre), las esculturas de los aztecas que tanto le interesaron. Se puede decir que las relaciones entre el mundo prehispánico y el occidental (de los pueblos indoeuropeos y semíticos) se dan a través de la oposición que conduce a la unidad. Por otra parte, la búsqueda del reconocimiento de lo divino en el hombre, la búsqueda del centro místico es, muchas veces, el motor de sus poemas.
Buscar adjetivos sencillos para encasillarlo: decir que es el poeta de la soledad, del amor y el desamor, de la ironía frente a la muerte, o de la ciudad, resulta, probablemente, demasiado fácil. En su caso, esos y otros muchos temas conviven transformándose inagotables (como la energía de la mal llamada Coatlicue) bajo el dominio de su ritmo silábico y binario que da permiso al susurro, al reclamo, a la acusación, a la sentencia que es ruego por lo necesario, como cuando escribe “Que el amor sea con nosotros / errantes en círculos perpetuos / donde todo empieza en cada punto.” (Albur de amor).

Mucho pero poco se ha escrito sobre el poeta veracruzano. Han sido tema su personalidad, su infatigable vida académica, y hasta su forma de vestir. Faltan, sin embargo, más trabajos críticos sobre su obra, y una mayor divulgación de su trabajo. Que nadie cuestione, en su caso, la utilidad de sus libros. Porque útil es entender mejor de dónde venimos y hacia dónde vamos. Hace casi treinta años escribió: “Tenga la tecnología su lugar de herramienta para obtener deseables utilidades secundarias; cese en su pretensión de regir, y sea gobernada, desde arriba, por la voluntad y la conciencia construidas en la verdad de los valores más altos”. Creo que esa fue una de las consignas que guió su trabajo intelectual que hoy nos hereda para su estudio y su más pleno disfrute; un trabajo atemporal que concilia opuestos y que nos obliga a interpretar símbolos y a descubrir grafías; a conocer para estar de acuerdo o para disentir; a conocer para transmutar, como alquimistas, la materia que nos es dada o las ideas dominantes que se repiten hasta el cansancio. Una obra, concluyamos, que rebasa modas o tendencias, justamente, porque es atemporal y valiosa. Si coincidimos con el filósofo alemán Peter Sloterdijk en su análisis de la cultura actual cuando escribe en su obra El desprecio de las masas…, que “[…] lo importante puede lograrse mejor si uno no se deja seducir más por el fetichismo del talento”, quizá también comprendamos de otra manera el recogimiento de Rubén Bonifaz Nuño, su elección por permanecer lejos de los reflectores y de los aplausos.

Teo. A propósito de la luna en Villahermosa

El poeta Teo en su oficina de la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Foto de Edmundo Segura.

Con esta crónica, el fotógrafo y reportero cultural Juan de Jesús López retrata los días previos a la muerte de uno de los escritores más importantes de la literatura tabasqueña, el poeta Teodosio García Ruiz (1964-2012), quien con libros como Furias Nuevas y Nostalgia de Sotavento ofreció desde la ciudad de Villahermosa una nueva visión de los territorios del trópico.

Viernes. Son las seis y media de la mañana, y todavía alcanzo a verla por encima del techo de la plaza comercial San Joaquín. Se cuela entre las ramas de las matas de guayaba y naranja agria. Blanca, redonda, como una gran hostia plateada. El sol proyecta tenues sombras definidas de los techos rasantes sobre las paredes de los edificios apenas más altos. Mi vecino, el amarillito, celebra mientras picotea las últimas guayabas maduras. Es hermosa la gran zorra. Me levanté con malos presentimientos. Me acuerdo de mi amigo Teo, y me alegro de haberlo visto en la presentación del libro-homenaje que le dedicó a la cronista Gabriela Gutiérrez Lomasto a través de su editorial Los arqueros del viento.

Para nadie es un secreto que Teo apenas sobrevive a los muchos males que sigue acumulando por la diabetes letal que lo aqueja, pero también, a todos nos sorprende porque —la luna ya casi no se ve— su cabeza sigue llena de proyectos, de poemarios, de humor y de locuras. Anoche, viernes 8 de marzo, el poeta hizo un gran esfuerzo para estar presente en el homenaje; a la ceguera se le han sumado la neuropatía y gastropatía. Casi no come porque hasta las verduras son un gran dolor en el estómago y la incontinencia lo obliga a permanecer alerta y casi siempre en casa. Cada semana pasa dos días en el hospital.

La familia García Ruiz. Teodosio aparece al costado izquierdo de su madre. Archivo de la señora Mireya Ruiz Rivera.

Desde el inicio de su trabajo poético el Teo mantuvo o adoptó tres hábitos culturales: Villahermosa y sus villahermosinos, la celebración del día internacional de la mujer cada 8 de marzo, y del día internacional de la poesía cada 21 del mismo mes. Para esta celebración primaveral convence siempre quién sabe con qué mañas o artes a alguna poeta de por los rumbos, a alguna mesera de café y, en algunos intentos no logrados a una puta, para que se conviertan en Señorita Poesía por un día, electa por olfato y oídas. “¿Cómo es?” —pregunta el Teo: “¿Tiene caderas grandes, ta’ buenota?” Dependiendo de la respuesta del lazarillo en turno, elige, decide y corona él solo. También toquetea avalado por su ceguera. Sobre el homenaje a las féminas, hasta ahora ha hecho reconocimientos a manera de exorcismos a dos grandes mujeres a las que debe mucho y con las que ha tenido desencuentros: Bertha Ferrer y Gabriela Gutiérrez. De ambas dijo, cuando era joven y bravo, el poeta irreverente de hueso colorado que no se tentaba el corazón para usar las palabras, que eran una nulidad como escritoras. Ahora las elogia y celebra. Ése es Teo. Con todoslos escritores chocos amigos o no ha hecho lo mismo: los ningunea pero si alguien de afuera intenta venir a decir lo mismo defiende su charco y congéneres con uñas y dientes. Pero lo que realmente me asombra de Teo es su querencia mayor como poeta y como promotor cultural: Villahermosa. Sólo conozco a cinco autores que tienen como pasión constante a esta ciudad: Geney Torruco Saravia, Gabriela Gutiérrez Lomasto, Miguel Ramsés Vázquez Ortiz… y Teo. Desde sus inicios literarios, Teo tiene como tema principal, atrás o delante de su poesía, de sus crónicas, de sus homenajes, de sus querencias, a Villahermosa. Valga una cita que tengo a la mano —el ruidero sube decibeles, la histeria de la televisión:

Con el libro Sin lugar a dudas, de Teodosio García Ruiz, publicado en 1985, se sacude de una vez por todas el tufo bucólico de la poesía sentada sobre las rodillas complacientes de la nostalgia y el paisaje. De manera emblemática, el pequeño poema de cuatro versos irregulares que va del trisílabo al alejandrino y da título al conjunto de más de setenta poemas, varios de ellos con versos prosaicos con aliento de corredor de fondo, marca una nueva actitud poética.

La quietud / es un caso de apuro / no significa paz / sino desgarramiento de conciencia. Para el joven autor de ese entonces, la aparente calma esconde en realidad la urgencia que impone la conciencia desgarrada por el apuro de la vida y la conciencia del lenguaje. Apuro viene a ser un conflicto y un compromiso, y el breve texto un poema consigna, una empresa silogística que convoca a poner al día la conciencia, un llamado de atención para no quedarse —y muchos se quedaron— en la infructuosa calma penitente de la ruina del paisaje tabasqueño para interiorizarse atribulado y doloroso —el desgarramiento— en el nuevo panorama de las masas y la luces de neón, en el espectáculo de imágenes y palabras luminiscentes, en el rumor de la vida que llega con el grito que anuncia la ruta desde el estribo de los camiones de transporte urbano lanzado por el cobrador:
“¡Tamultéee-atasta-centroooo!” En esa primerísima publicación, este poeta-voceador que no se sabe si se invita y a la vez impone, como sea, anuncia los escaparates, las luces rasantes, la novedad citadina, la ciudad como el edén prometido para las esperanzas del día a día. Lejos quedaría el rumor de rumiante domesticado, desde la ribera del río Grijalva. 

Reunión con amigos en Veracruz (Teodosio viste una camisa a cuadros). Archivo fotográfico del poeta Ramón Bolívar.

El poemario Sin lugar a dudas no es el primer libro moderno de la actual poesía que se escribe en Tabasco pero sí es el antecedente más poderoso y sólido por su tono desenfadado, por la coloratura altisonante, y porque se centra en la nueva geopoética: la ciudad.

Nada nuevo para otras latitudes pero sorprendente para la poesía que se hacía en Tabasco ya que según las estimaciones en los años ochenta cumplía medio siglo de rezago.

Y ahí, cuando se habla de ciudad, por supuesto, se habla de Villahermosa, la antigua San Juan Bautista. Y no puede ser de otro modo porque desde ese libro Teo ya pinta lo que sería uno de sus temas favoritos, Villahermosa. Luego vendría el libro de crónicas Villahermosa, peligro para caminantes, después Villahermosinos, en el que hace una serie de jocosas semblanzas de las que se conocen algunos adelantos publicados en los periódicos locales, y por último, la serie de libros homenaje dedicados a personajes locales como el “ecuamex” Fernando Nieto Cadena, el pintor Rogelio Urrusti y ahora doña Gaba. De acuerdo con lo que ha dicho él mismo, esta colección forma parte de un proyecto para alcanzar su doctorado. Los más mal pensados apuntan que lo hace para asegurarse un lugar en los meandros de la historia de la cultura tabasqueña. Quién sabe. Teo es un poeta y ya tiene incluso un lugar dentro de la literatura nacional: Ahí están sus libros: Yo soy el cantante, Furias nuevas y Nostalgia de Sotavento. Creo que lo que busca es ser amado tal cual, con sus sombras y luces, con sus afectos y encontronazos. Por eso me dio gusto verlo, sabiendo que pese a los pesares “queremos mucho al Teo”. Hace poco, como parte de un documental, el videoasta Alejandro Breck me preguntaba sobre nuestro amigo en común y le comentaba que en el fondo me recuerda aquella parábola evangélica del hijo pródigo. Teo es el hermano que se quedó en casa, cerca del padre y de la madre, viviendo el tufo de las cantinas, soportando la estulticia cotidiana, viendo crecer a las muchachas que se largan con otros, suicidándose lentamente. Es el hermano que se quedó en casa y escribe con todos sus odios y todos sus amores, y da cuenta de lo que pasa en esta ciudad, siempre cambiante, a orillitas del gran río Grijalva cuyas aguas dicen son afrodisiacas manquesea por contagio milenario. Hay dos cosas de las que estoy seguro como de la ausencia de esa luna que ya no está: 1) No sé quién es el hermano que se fue, y 2) esta ciudad, como toda buena mujer, lo abandonó hace mucho. Lo abandonó cuando él ya no pudo mirarla, vivirla ni satisfacerla en sus rincones, aunque la sentía más suya desde su “abierta oscuridad”. Y es normal, es una mujer-ciudad que sigue su vida. Es de otros, es una ciudad de muchísimas personas, pero nadie le cantará como Teo.

Y cuando se habla de ciudad, por supuesto, el autor de ese ensayo se refiere a Villahermosa, la antigua San Juan Bautista. Pues bien, desde ese primerísimo libro, Teo ya pinta lo que sería uno de sus temas favoritos, Villahermosa. Luego vendría el libro de crónicas Villahermosa, peligro para caminantes, después Villahermosinos en el que hace una serie de semblanzas-viñetas de las que se conocen algunos adelantos publicados en periódicos, y por último, la serie de libros-homenaje a personajes villahermosinos de la cultura como Fernando Nieto Cadena, Rogelio Urrusti y ahora doña Gaba. De acuerdo con lo que ha dicho él mismo, forman parte de un proyecto para alcanzar su doctorado. Los más mal pensados dicen que el Teo se asegura de que tendrá un lugar en los meandros de la historia de la cultura tabasqueña. Quién sabe. Teo es un poeta y ya tiene un lugar dentro de la literatura incluso nacional: ahí están sus libros. Yo lo que creo es que Teo busca ser amado tal cual ha sido, con sus sombras y luces, con sus afectos y encontronazos. Por eso me dio gusto verlo ayer, sabiendo que pese a los pesares, comprobé que “Queremos mucho al Teo”. Hace poco un joven me preguntaba sobre el Teo, yo le contesté que en el fondo el poeta me recuerda aquella parábola bíblica del hijo pródigo. Teo no era el hermano que se había quedado en casa, cerca del padre y de la madre, viviendo el tufo de las cantinas, soportando la estulticia cotidiana, viendo crecer a las muchachas que se largan con otros. Es el hermano que se quedó en Villahermosa y escribe con todos sus odios y con todos sus amores, y da cuenta de lo que pasa en esta ciudad, siempre cambiante, a orillitas del gran río Grijalva que dicen es afrodisiaco manquesea por contagio milenario. Hay dos cosas que sé y estoy seguro: No sé quién es el hermano que se fue, y dos, esta ciudad, como toda buena mujer, lo abandonó hace mucho. Lo abandonó cuando él ya no pudo mirarla, vivirla ni satisfacerla. Y es normal, es una mujer-ciudad que sigue su vida. Es de otros.

Teo en cuatro tiempos: enemigo de las complacencias. Foto de Alejandro Breck.

Todos mis muertos

Cuenta la leyenda familiar que yo era una bebé muda. Que no lloraba ni por hambre, ni cuando me ensuciaba, ni cuando hacía frío. A mi madre, primeriza, aquello le parecía formidable; a mi abuela, en cambio, aberrante. Me llevaron al Seguro Social y el pediatra en turno diagnosticó depresión. Para combatirla recetó que me golpearan las plantas de los pies varias veces al día: había que hacerme llorar a toda costa, insistía, si no mis pulmones mustios jamás llegarían a desarrollarse. La tortura aquella me convirtió en berrinchuda y fue para lo único que sirvió; meses después desarrollé asma. La depresión, huelga decirlo, jamás me abandonó. 

Durante las pataletas de mi infancia mi abuela solía decirme: “Ya no llores porque cuando me muera no vas a tener lágrimas para llorar por mí.” La imaginaba entonces encerrada en una tumba, muda e inmóvil, incapaz ya de contestar mis llamadas (había agarrado la costumbre de telefonearle cada vez que mis padres reñían). Me decía aquello y yo berreaba con más fuerzas: creía que su muerte sería mi castigo, mi culpa. Que mi abuela era Blanca Nieves y yo la manzana envenenada.

Más tarde supe que la muerte era un hecho y que la enfermedad la precedía. Se insinuaba en las salas de urgencia en las que pasé muchas noches de invierno por culpa del asma; en la delgadez del anciano que deambulaba por los pasillos abrazando una bolsa llena de sus propios orines; en los gritos del hombre de las piernas destrozadas tapadas por una sábana manchada de sangre.

Mi tío Arturo fue el primer muerto del que tuve noticia. Un muerto viviente, por cierto: la cirrosis lo consumió con parsimonia. Cada día se le hinchaba más el vientre y el rostro le enflacaba hasta asemejarlo a una calavera. Mi madre solía llevarlo a las revisiones médicas. Mi tío siempre lloraba camino al hospital. “Me voy a morir, Sonia”, sollozaba, y los niños nos hundíamos en el asiento de atrás. Ella le ponía la mano en el brazo y se lo apretaba, sin dejar de manejar. Nunca le respondió nada.

A mi siguiente muerto lo conocí sólo de vista. Se llamaba Andrés y trabajaba en el almacén de mi abuela. Tenía 18 años, la piel morena y los ojos verdes. Lo mató otro empleado, un hombrecillo de nombre Alfredo que en las fiestas solía emborracharse y bailar con tanta enjundia que en una ocasión derribó el árbol de Navidad. Una noche, mientras bebían cervezas en la esquina de su barrio, Alfredo y Andrés discutieron. Alfredo sacó una navaja y apuñaló a los presentes, incluidos Andrés y su padre. A mi madre le avisaron de madrugada; me despertó para decirme que iba al hospital a verlos y yo me ofrecí a acompañarla. Tenía 13 años y quería ver… ¿Qué? Ni yo lo sabía: el drama, la sangre, algo sobre lo que pudiera escribir después, aunque me cuidé de decirlo. Llegamos al hospital y vimos primero a Cenobio, el padre de Andrés. Llevaba el uniforme de la empresa y la mano vendada. Comenzó a contar lo que había pasado y mi madre, con los ojos, me ordenó que desapareciera. Salí al pasillo. Minutos después un médico pasó junto a mí y entró en la sala. Cenobio comenzó a gritar. Supuse que Andrés había muerto. Pensé que era terrible que la muerte no dejara ninguna marca en el aire, que no produjera señales ni signos: que un muchacho de bellos ojos verdes pudiera dejar de vivir mientras su padre hablaba, mientras los enfermos gemían en sus camas, mientras yo contaba las baldosas en la pared del pasillo. Que alguien pudiera morir y que todo permaneciera en su sitio, que nada cambiara.

Mi tercer muerto fue Christian, el hijo más pequeño de mi tío Rubén; el que más se le parecía. A Christian lo mató un tumor cerebral cuando aún no cumplía tres años. Nadie de mi familia fue al funeral: no pudieron pagar los boletos de avión a Chicago. Varios días después mi padre entró a mi cuarto con dos fotografías. En ellas aparecían mis primos Marc y Alex, los hermanos mayores del difunto. Mi padre me pidió que les escribiera algo en inglés, palabras de condolencia en nombre de toda la familia. Me tardé horas en garrapatear tres líneas al reverso de aquellas fotografías en las que mis primos sonreían con el mar de Veracruz como fondo. Su hermano estaba muerto, ¿qué podría yo escribir más que signos vacíos? En aquel entonces yo tenía quince años y había leído (mal) a Nietzsche y no creía en Dios ni en el Cielo y sólo podía pensar que Christian había venido al mundo en balde, que su muerte ni su vida tenían sentido, que el mundo entero no era más que polvo girando en círculos. Al final me limité a mandar besos y abrazos a mis primos “although the distances”. Ignoro si alguno de ellos conserva aquel maldito mensaje.

Mi cuarto muerto fue un hombre ahogado del que nunca supe el nombre. Vi cómo lo abrieron en canal sobre la plancha del forense. Era obeso y calvo; su sexo lucía como una extraña piedra gris. Tenía el rostro púrpura y las manos alzadas por haber permanecido muchas horas flotando bocabajo a la orilla de un río. No me impresionó tanto la visión del cadáver como la manera en que los técnicos manipulaban su cuerpo: de haber estado vivo aquel hombre jamás hubiera permitido que lo trataran como algo expuesto tras la vitrina de una carnicería. Yo había ido al forense como parte de una prueba para entrar a la facultad de medicina, a la que finalmente decidí no asistir. Todavía recuerdo el olor de aquel sitio: estábamos en el trópico, era verano y la morgue carecía de refrigeradores donde guardar los cuerpos; flotaba en el aire un pesado tufo a carne podrida y a nanche fermentado que no se parecía a nada que hubiera olido antes, ni siquiera al olor espeso que de pronto surgía de los terrenos baldíos donde arrojaban los cuerpos de las mascotas muertas. Así huelen los hombres muertos, pensé. Cuando llegué a casa me hice la dura e incluso cené cereales con leche, para demostrarme a mí misma que no me había afectado. Pero la idea de convertirme en una Scully jarocha abandonó mi mente. Podía soportar el olor y la sangre una noche; no estaba segura de poder hacerlo toda la vida.

En años recientes murieron mi abuela paterna y mi bisabuela materna. Fui a sus velorios, vi sus cuerpos maquillados dentro de los ataúdes. No sentí nada; quizá sólo compasión por mi padre y mi abuela, a los que nunca antes había visto llorar. Luego murió mi amigo El Chino. Con una botella de tequila encima y calzado de botas vaqueras, resbaló de la azotea y se partió el cráneo. Era 16 de septiembre. No lloré en su funeral; estaba enojada con él, con su estúpida y proverbial terquedad. No lloré tampoco después. A veces pienso en él y me pregunto que habrá pasado con aquella libreta en donde El Chino escribía las letras de sus canciones de salsa. No sabía usar el pentagrama; sólo él conocía las melodías. No sé si la libreta aquella siga en su cuarto; no sé si su habitación siga siendo la misma o si doña Paquita, su madre, arrojó todo a la basura.

No lloré nunca por los míos, por los de mi sangre, pero acabé haciéndolo por 319 desconocidos que murieron la segunda semana de enero de 2011, cuando me ofrecí a contar muertos para el proyecto Menos días aquí. Mi labor consistía en revisar los periódicos de todo el país y contar —pero, sobre todo, nombrar— a las víctimas de la violencia del narco. Las lágrimas me brotaron el segundo día, frente a la computadora, cuando los números (de cuerpos, de casquillos vacíos, de tiros) se me vinieron encima. No podía contar a todos los que morían, mucho menos ponerles nombre, a pesar de que pasaba la mitad del día investigando, mirando fotografías borrosas.
Lloré de impotencia y de miedo: a nadie parecía importarle lo que sucedía.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, leí en aquellos días. Intenté escribir poesía, hablar con amigos, pasear al perro; nada me consoló durante un buen rato. Hace unos días terminé una novela y me puse a escribir esto. Sigo pensando que el mundo es polvo girando en círculos pero ya no me duele contar a mis muertos ni me lastima pensar en los que todavía me faltan.

Alex leyó en internet acerca de la muerte

***

He used his tongue to wipe the remaining crumbs from his teeth, tossed the now-
empty bag it had come into the trash, and stepped out into the middle of the street.

Los momentos previos a la mañana del 11 de enero de 2013 no fue la primera vez que el programador y activista Aaron Swartz contempló el acto de suicido. Sus diarios digitales registran el devenir pendular de una mente brillante entre un desdichado optimismo y dulces aproximaciones a la muerte. Un texto en particular llama la atención: Un momento antes de morir fue publicado en su blog personal a inicios de 2007, justo después de ser despedido del popular sitio Reddit, en el cual sostenía el título de cofundador. En dicho texto, Swartz comienza por referirse a sí mismo en tercera persona, narrando la terrible historia de su alter ego “Alex” —que en la edición original era llamado simplemente “Aaron”— en los últimos días de su existencia.

Siempre acompañado de un dolor en el vientre imposibilitando la acción de comer, Alex recordaba con angustia los días de su prematura juventud como niño prodigio, de su fijación fluctuante por la abundancia o escasez de comida en su estómago, de su desapego al resto de los seres humanos, de su peso, de su detestable fealdad reflejada o fotografiada, del día de su inevitable suicidio. Casi cada párrafo iniciaba con contundentes observaciones sobre su lamentable protagonista: “Alex tenía problemas con su imagen corporal”; “Así Alex pasaba hambre deliberadamente”; “La noche siguiente Alex no pudo dormir”; “El día que Alex se suicidó, fue despertado por dolores peores que nunca”; “El día que Alex se suicidó, vagó por su apartamento en aturdimiento”; “El día que Alex se suicidó, tenía un repentino, poderoso antojo por una galleta de lima azucarada”; “El día que Alex se suicidó, saboreó su última galleta…”

Esta publicación fue una pesadilla para sus seres queridos, quienes llegaron a recurrir a la policía para que vigilarán su apartamento con el fin de evitar las sospechadas trágicas consecuencias. Más tarde, al ser llamado para reanudar sus labores profesionales, Swarts se retractaría de lo escrito, justificándolo con enfermedad y un estado de consciencia alterado en donde “lo único que podía escribir […] iba a ser moroso”. Aaron Swartz moriría ahorcado seis años después (el pasado viernes) en su apartamento en Brooklyn, Nueva York.

Desde pequeño, Aaron (o “Alex”) comenzó a cambiar al mundo. Nació el 8 de noviembre de 1986, en Chicago, Illinois, en una familia unida enfáticamente al oficio de la programación. En la compañía de software de su padre comenzó a escribir código desde niño, desarrollando su primera aplicación web —uno de los primeros wikis en existencia— a los 13 años de edad. A los 14, su influencia en la cultura del internet era innegable al ser miembro del equipo que creó RSS 1.0, tecnología que hasta la fecha permite recibir blogs sindicados a millones de personas. Luego de estudiar sociología en Stanford por un año, partió de la universidad para fundar Reddit, uno de los sitios de activismo y convergencia social más importantes del momento. A su vez, fue integrante del Consorcio de la World Wide Web —cuerpo regulador de lo estándares de la web—; editor de Wikipedia; fundador de Creative Commons, una alternativa al copyright que declara todos los derechos reservados al propietario; y de Open Library, wiki con la intención de tener una página por cada libro escrito. Pero tal vez su obra maestra, y una digna muestra de su constante lucha social y digital, es Demand Progress, organización especializada en apoyar casos legales en contra de la censura en línea y a favor del libre manejo de información en la red; organización cuyo rol en la campaña en contra de la iniciativas de la Stop Online Piracy Act (SOPA) y PROTECT IP Act (PIPA) fue fundamental para el desmantelamiento de las mismas en 2012.

¿Qué llevó entonces a este respetable miembro de la sociedad, cumplidor del sueño americano, al borde de la autodestrucción? La posibilidad del castigo es siempre un incentivo. Pero no es éste un castigo cualquiera, sino el de la peor de las índoles: es el castigo simbólico; ese castigo en donde eres un Cristo en la cruz o una Juana de Arco en la hoguera; un castigo en donde los perseguidores quieren anunciar al mundo que hay crímenes más bajos que el asesinato o el abuso sexual; un castigo en donde eres el ejemplo.

El crimen de Aaron Swarts fue contra la ley mas no inmoral: el 19 de julio de 2011, fue acusado de fraude, la obtención ilegal de información y daños de una computadora protegida, al extraer cuatro millones de artículos académicos, todos protegidos por derechos de autor, del Journal Storage (JSTOR), librería digital con trabajos de cerca de 1 400 revistas de investigación, accedida por más de 7 000 instituciones de 150 países. La evidencia fue contundente. Sólo hace falta ver a Swartz, capturado por cámaras aproximadas a la alta definición, entrar a los servidores del prestigioso MIT (Massachusetts Institute of Technology) para robar el abundante material con intenciones de distribuirlo gratuitamente en sitios de descarga mutua. Demand Progress afirmó que este acto es como “tratar de meter a alguien a la cárcel por sacar demasiados libros de la biblioteca”.

¿Cuál es el castigo para un acto similar a algo tan cotidianamente prometeico? Una multa de un millón de dólares y hasta 35 años de prisión. Aaron Swartz siempre afirmó estar en una lucha constante con la depresión, la cual notoriamente contrarrestaba con un ímpetu imparable por una causa primordial: la lucha por la información libre. Su vida y obra avalan esta misión. La Procuradora de Massachusetts, Carmen Ortiz, parecía implacable, aunque uno de los abogados de Swartz, quien desde hace un año había advertido de su riesgoso estado psicológico, reveló que dos días antes de su muerte los fiscales le dijeron que Swartz debería pasar sólo seis meses en prisión si se declaraba culpable a los 13 casos en su contra, con tal de evitar ir a juicio. Luego de su muerte, los cargos en contra de Aaron Swartz fueron retirados.

En estos últimos días, la justicia, o la culpa, y el deseo de aumentar el legado de un singular héroe caído, están siendo adjudicados por gritos y susurros de, por ejemplo, su familia:

La muerte de Aaron no es simplemente una tragedia personal. Es un producto de un sistema de justicia criminal abundado por intimidación y excesos fiscales. Las decisiones tomadas por los oficiales del la oficina de la Procuradora de Massachusetts y del MIT [que permaneció en silencio durante los procedimientos legales] contribuyeron a su muerte.

O por las duras afirmaciones de Anonymous, quienes, hackeando el sitio oficial del MIT, enuncian:

Ya sea que el gobierno contribuyó a su suicidio o no, su acción judicial en contra de Swartz fue un grotesco malogro de justicia, una sombra distorsionada y perversa de la justicia por la que Aaron murió luchando: liberar la literatura científica públicamente financiada de un sistema de distribución que la hace inaccesible a la mayoría de la gente que pagó por ella…

El impacto de esta tendencia ya ha tenido los primeros resultados: justo dos días antes de la muerte de Aaron, JSTOR hizo de libre acceso (oficialmente) los artículos que Swartz publicó tan sólo unos meses atrás. Y mucho más importante es la campaña social originada como tributo a la muerte del joven programador: #pdftribute es un movimiento de origen twittero, en donde académicos de todo el mundo han hecho sus textos, todos protegidos por derechos de autor, de completo libre acceso para el público.

Tal vez aún no nos demos cuenta, pero no hay un caso coherente a favor del copyright y las implicaciones que éste tiene en las libertades humanas y la prosperidad de la sociedad en general. La propiedad intelectual, en cualquiera de sus facetas (derechos de autor y patentes, principalmente) se ha convertido en un monstruo duro de asesinar, un monstruo que beneficia en extremo a pocos a expensas de la libertad de expresión y producción de la mayoría. Éstas son leyes con un oscuro pasado que encuentra su génesis, no en el derecho de autor, sino como un pretexto para dar facultades de monopolio a individuos privilegiados que se remontan hasta la Norteamérica del siglo XVII: los Steve Jobs, los Walt Disney, los George Lucas de su tiempo. Como afirma el ensayista Roderick T. Long:

Éticamente, los derechos de propiedad de cualquier tipo tienen que ser justificados como extensiones del derecho de los individuos para controlar sus propias vidas. Así, cualquier derecho de propiedad que entre en conflicto con esta base moral —como el “derecho” a poseer esclavos— es invalidada. En mi opinión los derechos de propiedad intelectual tampoco pasan esta prueba. El imponer las leyes de derechos de autor es evitar que la gente haga uso pacífico de la información que “poseen”.

Tal vez esto sea el inicio de un poco de caos. En los últimos años, específicamente desde la nueva ola virtual que tiene comienzos en 1990 con la web de Tim Berners-Lee, pasando por el Google de Larry Page y Sergey Brin o el Facebook de Mark Zuckerberg, la gente ha podido disfrutar de un recurso altamente escaso y centralizado en el resto de la historia: la información. La defunción de legislaciones como SOPA o PIPA, la popularidad de organizaciones como Anonymous o Wikileaks, el rápido ascenso de la cultura pirata en la red, la maduración del consumidor en línea, son indicadores de un deseo muy primitivo de la especie humana, que dice: “Queremos saber cosas –gratis–”. O más aún: “Queremos saber cosas, o vas a sufrir las consecuencias”. Después de todo, es claro que la muerte de Aaron (o Alex), no ha sido en vano. Qué sería el fénix sin sus cenizas. Qué sería de San Anselmo sin su castración. Qué sería Sócrates sin su cicuta. Qué sería de una revolución sin los pequeños destellos que anuncian que todo está a punto de cambiar.

“Alex leyó en internet acerca de la muerte”, escribió Aaron Swarts al inicio del décimo párrafo de su profético escrito. ¿Qué habrá pasado por su mente en sus verdaderos últimos momentos, años después, bajo la horca que habría de sostenerlo? ¿Qué diario personal, qué testimonio, qué nota de despedida pudo haber dejado para los ojos de todos, para un mundo interconectado que volvía realidad sus más locuaces visiones? Tal vez esto sea imposible de saber, tal vez es un brillo que está por apagarse o tal vez Aaron se ha ido, pero posiblemente Alex aún tenga mucho que contarnos.