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Lacan murió el día en que yo nací. No es cierto, en realidad fue dos meses antes, el 9 de septiembre de 1981. Pero el dato es igualmente importante porque esa figura marcó en definitiva la conformación de mi familia. En el archivo fotográfico, este sujeto aparece más de una vez a lo lejos, en el último plano, como un fantasma. Una especie de Alfred Hitchcock que cruza parcamente la escena, y aunque no siempre es visible, sabemos que está ahí.
La primera fotografía en la que aparezco con mi familia más cercana, se tomó dos días después de mi nacimiento. Cada vez que la veo pienso que se trata de la imagen de una molécula cuyos cuatro átomos permanecieron estabilizados por enlaces químicos: uno iónico entre mis padres y otro covalente que dio por resultado a mi hermano y a mí. Una molécula que, como todas las demás que existen, lleva consigo la memoria de sus ancestros y se revela en los rasgos de sus protones y electrones; que se repite al infinito en el tiempo distante y que puede reproducirse hacia el futuro. El germen de una genealogía. La fotografía ejemplifica a una típica familia de cuatro, que mi madre tituló para su reconocimiento en el archivo como: “Nosotros tres y el bebé”.
Ellos ya eran un “nosotros”, una molécula simple, antes de que yo llegara al mundo, aunque la idea de un cuarto integrante no parece haber sido un problema. Los tres sonríen amablemente mientras el bebé toma jugo de manzana de una mamila; parecen aliviados porque papá llegó a tiempo a la toma, luego de poner la función automática de la cámara. Mi hermano sostiene una hoja seca entre las manos, un objeto que me resulta difícil de explicar en el entorno visible: el periódico del día, un juguete, una planta que no corresponde a esa hoja. Pero su sonrisa traviesa lo delata, lo que sostiene es una especie de reliquia. Con ella, creo, festeja el dualismo entre la muerte y la vida, el fin de un ciclo, de una estación, y el inicio de otra. Esa nueva época en la que nos convertimos en cuatro y en la que había muerto Lacan.
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Uno de los sistemas más antiguos de registro mnemotécnico que existen son los quipu. Unas magníficas redes con cientos de hilos de diversos colores y tamaños, anudados unos a otros a una cuerda principal. Los sabios del imperio inca los utilizaban para llevar la contabilidad, cada color pertenecía a un universo semántico y cada nudo a alguna unidad de medida. Algunos investigadores sostienen que se trata de una forma de escritura o taquigrafía a través de la cual podían recordarse historias, canciones y poemas. Supongo que cabía ahí la familia. En alguno de esos nudos y colores se podían dejar guardadas para la posteridad fechas de nacimiento y muerte, tal vez parentescos, títulos, apelativos. Como sucede con los quipus, la fotografía familiar es también un ejercicio mnemotécnico. Un acto moderno de asociación mental que facilita el regreso de un recuerdo, pero a través de una imagen y no de un nudo.
Todas las familias son concientes de los problemas que acarrea en las siguientes generaciones el caos del archivo fotográfico y, al mismo tiempo, pocos son los que procuran un orden tal que, a futuro, no diluya a parientes en personajes desconocidos. Paradójicamente, este descuido va en sentido contrario a la intención más primigenia de la fotografía familiar, que no es tanto su posibilidad estética, sino su poder como documento evocativo. “Ponte ahí con tu hermana” es una de las frases más comunes del fotógrafo aficionado. “Sonrían”. Y asegurarse así de que recordarán unas vacaciones “increíbles”.
El primer fotógrafo aficionado comenzó una tarea que todos llevamos a cabo sin queja: continuar con la genealogía de imágenes anónimas que lleva reproduciéndose poco más de un siglo, ese registro detallado de nuestro paso por la Tierra. Porque todos tenemos la misma certeza cuando nos encontramos frente a una fotografía, esa inevitable nostalgia que se revela cuando estamos ante una imagen vieja: hemos muerto un poco desde el día de esa toma. Estamos atrapados frente al tiempo, como lo está quien sea que aparece ahí. La fotografía familiar, como la hoja seca que sostenía mi hermano, nos hace aparecer en una especie de limbo entre lo vivo y lo muerto. Y tal vez este fotógrafo anónimo fue quien dio la pauta para que todos los millones de álbumes familiares que existen tengan fotografías tan parecidas unas a otras —pasteles con velitas, parques, árboles de navidad, fondos paisajísticos, vestidos blancos. No hay ritual contemporáneo que escape a su registro, y tal vez seguimos haciéndolo por la misma razón por la que hacemos la mayoría de las cosas: los otros. La necesidad de tener nuestra propia versión y de constituirnos e identificarnos como una familia, lejos del resto.
Pero el fotógrafo aficionado se distrae constantemente y sus fotografías terminan señalando, más allá del ritual, un espacio que no es necesariamente el plano principal sino lo que está delante o detrás de éste. Esto quiere decir que incluye personajes y cosas que no debieran estar ahí, distracciones que el retratista profesional quitaría de cuadro en pos de una toma limpia. Detalles accidentales como la pelea tras bambalinas de los padres, mientras el mago hace sus trucos, el parecido entre el vestido de holanes rosas de una quinceañera y los cuatro pisos de su pastel de fresa, o el tío borracho conversando con una rana René de peluche. La fotografía de aficionados también sufre lapsus, es acto fallido, diría Lacan sentencioso. Yo sólo sé que en muchas fotografías familiares —todavía más cuando nos son familiares— es posible ver algo que tal vez no debería verse. Un plano al fondo, un objeto, una mirada. Cualquier detalle delata la verdadera profundidad de campo de una fotografía familiar.
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Mis padres, ambos, son psicoanalistas. Mamá es casi una disidente y papá sigue en las filas. A la hora de la comida, durante años, antes que escuchar problemas con el jefe, discusiones con la secretaria o los retrasos del proveedor, lo que había era un lenguaje cifrado que, en diversas configuraciones, jugaba con conceptos como: fantasma, súper yo, ego, Otro, transferencia, clausura del goce; paranoia, delirio, objeto del deseo, complejo de Edipo, prohibición; terapia, sujeto, frustración, psicosis, metonimia. Un diccionario del infortunio que tanto a mi hermano como a mí nos era absolutamente incomprensible e inaccesible, incluso hoy. Si me preguntan, coincido con Derrida cuando dijo que Lacan tenía que asumir la responsabilidad trágica que acarreaba pensar de esa manera; la responsabilidad, diría yo, de habernos puesto en ese laberinto sin salida, dentro de una teoría profundamente confusa, que casi todos los mortales interpretamos mal. El día que intenté enseñarle a usar YouTube a mi madre, le dije que ahí estaba todo lo que se le pudiera ocurrir, “es la biblioteca de imágenes en movimiento más completa que existe”. Me miró incrédula y pidió que buscara los seminarios de Lacan como prueba de ello. Y desde luego ahí estaban. Elegí uno al azar. Las palabras de este hombre atormentado, que hablaba con larguísimas pausas dramáticas, me sacudieron por ineludibles: “Hacen bien en creer que van a morir, por supuesto. Eso les da fuerza. Si no lo creyeran así, ¿podrían soportar la vida que llevan? Si no estuvieran sólidamente apoyados en la certeza de que hay un final, ¿acaso podrían soportar esta historia?”
Como la mayoría de los hijos, recuerdo muy poco de la juventud de mis padres, cómo eran, qué pensaban; los padres sólo son jóvenes en las fotografías. Lo que sí tengo es esa mezcla de reminiscencia borrosa, una historia contada muchas veces y un poco del recuerdo ilusorio que se configura al mirar muchas veces la misma imagen. Es por eso que, desde que tengo memoria, he relacionado a mi padre con un autorretrato que se tomó en el baño de un hotel, durante un viaje a la playa. Mi hermano y yo nos quejábamos en eco al atardecer, mientras mamá nos untaba litros de Caladryl para las picaduras de moscos y litros de aloe vera para las quemaduras del sol. ¿Dónde estaba papá? Papá estaba en lo que Lacan llamaría el “registro de lo imaginario”, es decir, frente al espejo. Lavándose los dientes descubrió la ilusión óptica que se hacía entre los espejos y había ido sigilosamente por la cámara para tomarse una fotografía como quien desnuda su objeto de estudio en el trabajo de campo. Me imagino que papá entendía muy bien lo que hacía y no debe ser casual que la imagen sea un autorretrato, ni que no carezca de rostro, y mucho menos que en su repetición infinita se convierta en una imagen más vacía que omnipresente.
Pasé algunos años de mi infancia, y luego de mi adolescencia —cuando mis papás se divorciaron— jugando o haciendo la tarea en silencio porque mamá estaba atendiendo pacientes. La puerta de su consultorio se abría y se cerraba cada cincuenta minutos, poco después de que sonaba el timbre. Recuerdo los murmullos incomprensibles que salían de ese cuarto, parecidos a los que se escuchan en el confesionario de una iglesia. Me veo caminando de puntitas por el pasillo en busca de un vaso de vidrio para ponerlo sobre la puerta y tratar de escuchar qué pasaba ahí dentro. Pero que no cunda el pánico, no pude oír nada, no se escucha absolutamente nada afuera del consultorio de un psicoanalista. Para mí, ese lugar al que mamá entraba era una especie de caja con llave llena de secretos, ahí donde la gente contaba cosas que no quería decirse ni a sí misma, cosas que yo no podía saber ni compartir. Y cuando la puerta finalmente se abría, no quedaba rastro alguno de lo que ahí se había dicho. Sólo ese extraño espacio ahuecado dentro de casa, al que apenas me asomaba porque me parecía un portal que me llevaría a una dimensión desconocida.
Éste es el primer consultorio que mi madre tuvo sola. Mi papá tomó la fotogra- ¿Dónde estaba papá? Papá estaba en lo que Lacan llamaría “el registro de lo imaginario”, es decir, frente al espejo fía porque eso significa un logro profesional importante. En ella se ve a mi madre sentada al lado de una mesita en la que destacan las herramientas elementales del psicoanalista: estuche de anteojos, pluma y libreta de notas. Todo esto en lugar de un estetoscopio, un termómetro y un bloc de recetas. Detrás de ella está la biblioteca, que siguió creciendo al paso de los años y en la que alcanzan a verse decenas de libros, pero ninguno de Lacan. Sus seminarios todavía eran inconseguibles o muy caros a principios de los años ochenta, por eso reposaban en fotocopias engargoladas en el consultorio de papá, lejos de casa. Pero lo más importante es que la fotografía está tomada desde el lugar del diván. Por eso pienso que cualquiera que se sienta a mirarla por un rato —como me sucede a mí—, terminará contándole algo que nadie más sabía.
Cumplo treinta años este invierno y hace apenas unos meses aparecieron ante mis ojos imágenes que se habían ido perdiendo en las mudanzas y montones de diapositivas que nunca nos sentamos a ver. Todo esto se debe a que mi hermano le enseñó a mi madre a usar un escáner de negativos, con lo cual se ha pasado más de seis meses digitalizando todo nuestro archivo familiar. Reúne casi veinte años, de 1976 a 1995, y cada semana, en el disco duro de su computadora, hay al menos diez fotografías que jamás había visto y otras treinta que apenas recordaba. Entre ellas aparecieron las del Parque México, un lugar en el que podría decir que está encapsulada buena parte de nuestra infancia. Yo seguía a mi hermano a todas partes y esa mañana fui tras él hasta el carrito de helados, creía que no iba a haber paleta para mí y me parecía una injusticia absoluta. Pero la orden era precisa: “no le des la paleta a tu hermana hasta que le ponga el babero.” Lo que es visible en la fotografía es esa inagotable paciencia que se requiere para explicar algo que el más pequeño nunca entiende. El ejemplo más claro que tengo son las divisiones. Los argentinos —país del que provienen mis padres— hacen la casita al revés y eso ordena todo de otra forma. Mi hermano resolvió sus dudas matemáticas por sí mismo y a mí las dudas me las resolvió mi hermano. El hermano mayor siempre lleva una carga que está por encima de lo que le toca. Una responsabilidad que los padres le imputan inevitablemente.
Pero la fotografía favorita de mi hermano es la de las Vestales, en Roma. Resulta que viajamos por el mundo cuando yo tenía tres años. Obviamente, no recuerdo nada. No he logrado volver a la mayoría de los lugares a los que fuimos y no tengo idea de si existirán más allá de la fotografía con fondo europeo, mi carriola y yo. La casa de las Vestales se cerró algunos años después de nuestra visita y reabrió apenas este año, en 2011. En el jardín, por lo que puedo intuir en las fotografías, quedaban pedazos de las estatuas de las Vestales y algunas bases vacías. Con mis precarios conocimientos de latín y un diccionario intenté transcribir y traducir algunas palabras sueltas de la inscripción en piedra. Al parecer, lo que se lee es un cuadro de familia. Una genealogía que recorre linajes, puestos políticos y la geografía que se debe atravesar para llegar a la Vestal que debió estar en ese basamento vacío. “Yo tomé la foto, pero tu papá te puso ahí.” Eso dijo mamá cuando le pregunté cómo me había subido.
Las niñas de entre seis y diez años que eran elegidas para ser Vestales y dedicar su vida a mantener encendido el fuego sagrado debieron tener una sensación parecida a la mía sobre esa piedra, algo a medio camino entre el miedo y el honor. La primera prueba que una de estas sacerdotisas debía pasar era la de la autonomía. Se les cortaba el cabello y se las suspendía de la copa de un árbol durante mucho tiempo para dejar claro que ya nada las ataba a la tierra y, sobre todo, que ya no dependían de su familia. Además, eran las únicas mujeres en Roma que tenían el estatuto legal de un hombre y esto, como es predecible, a través de Lacan significaría muchas más cosas, entre ellas, que estas vírgenes son mujeres fálicas. Muchas veces mi hermano me ha repetido que me cedió la progenitura. Algo hay de eso en la fotografía, los lugares están invertidos. Estoy en su lugar, y me atemoriza porque debo afrontar la idea de estar lejos de mi familia. El árbol que me sostiene es una base de piedra cuya inscripción me señala como un minúsculo punto más, sumado a una larguísima historia de nombres, guerras y lugares que hicieron posible que yo esté parada ahí. Pero a diferencia de las sacerdotisas en vida, abajo me espera mi hermano.
La figura del hermano, por suerte, está libre de estructuras psicoanalíticas. Es decir, aparece en la terapia —como todas las cosas y personas— a través de los padres, pero no tiene complejos per se, ni registros, ni fórmulas. Para mí y para mi hermano, Lacan murió el día en que yo nací. Y al parecer, desde aquel entonces nos hemos dedicado a construir una especie de burbuja a salvo del entorno de conceptos raros, espejos y secretos en el que crecimos.
Nos atamos a una especie de quipu, que en quechua significa “nudo”. No sé qué pensarán mis padres de esto —Lacan dice que nos hacemos preguntas cuyas respuestas ya conocemos— porque buena parte de los objetivos del psicoanálisis tienen que ver con resolver esos nudos a los que estamos atados y que tejen nuestra vida, descifrar las trampas que nos pone el lenguaje y, a través de esa decodificación, descubrir lo que de nosotros se pone en juego en la imagen del otro. Es decir, tratar de enfocar aquello que está en el plano más borroso de la mente: el mentado inconsciente.
Pero mi hermano y yo decidimos atar nudos, como los quechuas, porque desatarlos es un acto peligroso y desconcertante, del que ambos hemos sido testigos, aunque no partícipes. Si no hay nudo se produce una nada y la gente que desata todos sus nudos y se enfrenta a ese vacío no vuelve a ser la misma, se pierde. Mirar fotografías viejas es un poco desandar el camino de la memoria, pero sin desatar nudos. Es tratar de enfocar aquello que se ha ido borrando, traer a cuenta cada uno de esos planos —desde el más distante hasta el más cercano— que se encimaron en el segundo en que se hizo la toma. En el caso de mi archivo familiar, cada fotografía tiene esa profundidad de campo desde la que siempre nos estará sonriendo el fantasma de Lacan.