Australia: entre la maravilla y el viaje terrorífico

El gringo vestido de overol contempla mi maleta con una concentración semejante a la que Rodin insufló a su Pensador: como si tratara de resolver un enigma. Camina en torno a ella un par de pasos estudiándola, se detiene, vuelve a caminar y a detenerse sin quitarle la vista de encima, mientras los motores de la nave aumentan la intensidad del ronroneo.

Estamos a punto de despegar de Dallas rumbo a Los Ángeles. Mi vuelo desde la ciudad de México arribó menos de una hora antes, y tras hacer una eterna fila en migración tuve que correr a toda pierna, tomar el tren hacia otra terminal, apearme y correr de nuevo para no perder la conexión. Cuando, sudoroso y jadeante, por fin me encontré sentado entre dos enormes chinos sonrientes, se me ocurrió mirar por la ventanilla. Entonces vi al gringo que ve mi maleta. La observa tanto y con tanta atención que paso de la curiosidad al nerviosismo, temeroso de que comencemos a movernos antes de que la guarde en la nave. Llamo a la sobrecargo y, tras explicarle, obtengo de ella la seguridad de que no partiremos sin mis cosas. Sin embargo, el gringo continúa absorto en la contemplación. Sólo cuando los motores aumentan sus revoluciones al máximo reacciona, pero no para colocar mi equipaje con los demás, sino para alejarse sonriente como si hubiera resuelto un problema. La maleta queda abandonada sobre una banda. Mis latidos se aceleran. Estoy a punto de levantarme a llamar otra vez a la sobrecargo, cuando veo que el gringo regresa con una gran bolsa de plástico, mete mi maleta en ella, hace un nudo y la carga hasta la panza del avión. Respiro aliviado, aunque la escena me deja una sensación de inquietud que me durará el resto del viaje…

Me dirijo a Australia, invitado al Melbourne Writers Festival por la embajada de México en ese país. Un viaje —así tan lejos y con gastos pagados— siempre es bienvenido porque representa una posibilidad de aventura, pero esta vez los contratiempos surgieron desde el principio.

Primero, el calvario de los trámites de visado: aun con la invitación oficial y una nota de la Secretaría de Relaciones Exteriores debí presentarme varias veces en la embajada australiana, la última para llevar una carta de la cancillería donde se especificaba que ellos iban a correr con mis gastos de viaje, ya que alguien allá adentro dictaminó que yo era “demasiado pobre” para obtener la visa (al revisar mis estados de cuenta, no hicieron caso a la relación ingresos-egresos, sino al saldo final del mes, lo que indica que, en efecto, vivo al día). Superado por fin el trance burocrático, a menos de una semana de la partida vino la debacle de Mexicana de Aviación, línea que debía llevarme a Los Ángeles cuatro días antes del festival, con el fin de que tuviera por lo menos dos jornadas para reponerme de un trayecto de treinta y siete horas. Mi vuelo había sido comprado allá, y le escribí a Arturo Delgado —nuestro agregado cultural y mi contacto en Australia— para ver qué se podía hacer; pero como la aerolínea tronó un viernes, pasé todo el siguiente fin de semana en la incertidumbre, y hasta el lunes pude enterarme de que mi estancia en el país de los canguros se había reducido de cinco días a tres, pues ahora mi vuelo salía dos días antes del festival, para llegar allá casi directo a las mesas de trabajo. En fin, ya estoy en la nave rumbo a Los Ángeles, donde tras una escala de ocho horas volaré directo —dieciocho horas más— a Melbourne. Antes de quedarme dormido entre los dos chinos que conversan como si yo no estuviera en medio, vuelvo a pensar en el gringo del overol y mi maleta: me parece un detalle generoso de su parte envolverla en una bolsa para que no se maltrate demasiado. Quien aterrice en Melbourne y piense que llegó al fin del periplo, está muy equivocado; entre migración (en Australia son más quisquillosos que nuestros vecinos del norte), la espera en las bandas de equipaje y las larguísimas filas para pasar aduana, aún faltan por lo menos dos horas para salir del aeropuerto. Sin embargo, es durante este lapso que uno toma conciencia de hallarse del otro lado del mundo: la gran mayoría de los visitantes procede de países orientales y africanos, los atuendos y las pieles son de todos colores, se escuchan muchas lenguas y acentos, y uno puede observar las actitudes más disímiles, desde la del humilde vietnamita que parece haber abandonado apenas su choza en la selva y mira todo con ojos atónitos, hasta la del arrogante británico rico que viene a dar un paseo por las antiguas colonias de sus antepasados.

Mientras espero mi equipaje, veo cómo una pareja de hindúes ancianos soportan con estoicismo ejemplar los regaños de un oficial australiano, al tiempo que lo dejan registrar hasta el último reducto de sus múltiples bultos. Por fin aparece mi maleta envuelta en plástico. La recojo deprisa para sumarme a la fila de aduana sin perder más tiempo, y ya formado la reviso. Sólo entonces comprendo por qué la contemplaba tanto el gringo del aeropuerto de Dallas: está abierta por los dos extremos de par en par, con el contenido expuesto y desparramado por la bolsa. Me fijo bien: no está rota, sino descosida, abierta a navaja por las costuras, en un abuso de cortesía del gobierno norteamericano. Abuso gratuito, además, porque no tenía candado: bastaba correr el cierre para revisar el interior. Pero a tantos miles de kilómetros de distancia, ya ni llorar es bueno.

Así se inicia mi visita a Australia. Situado en el corazón de Melbourne, el hotel es una inmensa torre y se anuncia como “el más lujoso del país”. La mujer que fue a recogerme al aeropuerto me deja en la entrada y de inmediato un botones se apresta solícito a cargar mi equipaje, pero en cuanto ve la maleta rajada por dos partes —ya le quité la bolsa— y las cosas saliéndose, cambia de expresión y me mira con extrañamiento no exento de cierta lástima. Me acompaña hasta la recepción y siento su mirada sobre mí como si quisiera preguntarme qué hago en un sitio que a todas luces no es para mí. Por si esto no fuera suficiente, la empleada del mostrador me pide una tarjeta de crédito, se la doy y… es rechazada por el sistema: los fondos no alcanzan. Le ofrezco dejar un depósito en efectivo, dice que prefiere otra tarjeta, le digo que no traigo otra, y de mala gana acepta el depósito —300 dólares—, se los entrego y con un gesto de impaciencia me aclara que deben ser dólares australianos, le digo que no he cambiado y me dice que ahí puedo hacerlo, al tipo de cambio del hotel, lo que hace que una parte de mi escaso presupuesto se evapore en la nada.

Ya en mi habitación del piso 38 —que sí es lujosa en extremo— desde donde se ve gran parte de Melbourne, me siento sobre la cama y hago un balance: no llevo media hora en la ciudad y ya pasé del cansancio a la rabia y de ahí a la humillación, perdí dinero sin comprar nada y los empleados del hotel me miran como un paria. Aún no es todo. Reviso mis cosas: faltan tres libros y las cajetillas de cigarros que traía para el viaje, que seguro se salieron por las roturas.

La ropa está completa, pero ¿a quién le importa la ropa sin cigarros? Tengo tres horas francas, antes de encontrarme con Arturo Delgado para ir a las actividades del programa y sé que si me acuesto a descansar el jet lag me va a convertir en un cadáver, así que decido salir a caminar evitando las miradas de los botones, pues “imagino” en ellas la reprobación. La primera parada es en un quiosco de periódicos, pido unos cigarros y me cobran ¡diecisiete dólares la cajetilla! Por supuesto, soy un fumador empedernido y pago, pensando que esta vez debo saborear hasta la última fumada.

Primera lección: viajar a un país tan caro con poco dinero puede ser terrorífico. Segunda lección: si se asume la condición de menesteroso, es posible disfrutar el viaje. Melbourne es una ciudad interesante, nada parecida a las norteamericanas ni a las europeas. Con cierta personalidad asiática, se trata de un monstruo conformado por cientos de rascacielos que pregonan en el aire la bonanza económica australiana.

Por sus aceras camina gente de todas las razas y culturas, lo que pone en evidencia su cosmopolitismo, y por las calles se ven sólo vehículos de modelo reciente. Es la “capital cultural” del país y cuenta con suficientes foros y espacios artísticos para demostrarlo. En uno de ellos doy una charla en español para un auditorio conformado por latinoamericanos. Después, con ayuda de Arturo Delgado, sorteo la primera mesa redonda en inglés ante un público que pagó casi veinte dólares por escuchar a los escritores, cosa inconcebible en México. Al caer la noche me descubro molido por el viaje, y me voy a mi lujosísimo cuarto de hotel a tratar de dormir. Mañana otra mesa redonda y después me quedaré solo en Melbourne, pues Arturo debe volver a Camberra, sede de la embajada mexicana.

Terminados los compromisos con el festival, dedico el tercer día a pasear por el centro de la ciudad. Compro una nueva maleta y algunos souvenirs que casi agotan mis recursos, pero ya no me importa demasiado: es el último día. Deambulo por los barrios originales y descubro los edificios más antiguos, del siglo XIX o principios del XX, y leo las placas que explican su historia preguntándome cómo es posible que una nación sea tan joven. Recorro el río que divide la ciudad, apabullado por los edificios que proliferan en las dos riberas, y soy testigo del entrenamiento de varias adolescentes que practican el canotaje. Entro al Museo de las Migraciones, donde me entero que en 1971 Australia recibió a mil 800 mexicanos que se sumaron a su población, sin comprender por qué emigraron precisamente ese año. En las zonas comerciales escucho a gente que habla en español, incluso reconozco un par de veces el inconfundible acento mexicano, lo que de algún modo me hace sentirme acompañado en un país tan lejano. Anochece y sigo caminando.

Creo que he bajado de peso en un solo día, empapándome del paisaje urbano de Melbourne, admirando la antigua estación del ferrocarril de donde salen trenes que recorren miles de kilómetros al atravesar todo tipo de paisajes. Australia es un país gigante, casi del tamaño de Europa entera, pero casi toda su población —la misma de la ciudad de México— vive en unas cuantas ciudades, así que con recorrer el centro de Melbourne uno puede hacerse una idea, por lo menos, de la gente que lo habita.

Llega el día de la partida. Entro al aeropuerto sólo para darme cuenta de que la salida de Australia es tan difícil y lenta como el arribo: debemos hacer casi una hora de fila para pasar la revisión de seguridad, al grado de que hay un animador que cuenta chistes y canta —además de repartir bolsas Ziploc para los líquidos— a fin de que los pasajeros no se aburran. Luego otro largo rato en la fila de migración, algo que no había visto en ninguna otra parte. Convierto lo que me queda de dólares australianos en americanos sin dejar de notar cómo cierta cantidad se evapora gracias a la comisión y el tipo de cambio, pero ya no me sorprendo —los viajes “ilustran”—, llegó a la sala de espera casi a la hora de abordar. Otra fila. Pero, antes de pasar al túnel, un oficial que seguro me ve aspecto de talibán me hace ir detrás un biombo para “una revisión más detallada” donde me hacen voltear los bolsillos al revés y me manosean del cuello a los talones.

Australia ha quedado atrás. Estoy, por fin en mi asiento, ahora entre una rubia gorda y un oriental muy serio que serán mis vecinos durante dieciocho horas, hasta llegar a Los Ángeles. Cierro los ojos para dormir y en la mente, en vez de configurarse la imagen de alguna zona del río o de un edificio de Melbourne, aparece la del gringo del overol en el aeropuerto de Dallas, contemplando mi maleta sobre la banda como si fuera El Pensador de Rodin.