Cuenta la leyenda familiar que yo era una bebé muda. Que no lloraba ni por hambre, ni cuando me ensuciaba, ni cuando hacía frío. A mi madre, primeriza, aquello le parecía formidable; a mi abuela, en cambio, aberrante. Me llevaron al Seguro Social y el pediatra en turno diagnosticó depresión. Para combatirla recetó que me golpearan las plantas de los pies varias veces al día: había que hacerme llorar a toda costa, insistía, si no mis pulmones mustios jamás llegarían a desarrollarse. La tortura aquella me convirtió en berrinchuda y fue para lo único que sirvió; meses después desarrollé asma. La depresión, huelga decirlo, jamás me abandonó.
Durante las pataletas de mi infancia mi abuela solía decirme: “Ya no llores porque cuando me muera no vas a tener lágrimas para llorar por mí.” La imaginaba entonces encerrada en una tumba, muda e inmóvil, incapaz ya de contestar mis llamadas (había agarrado la costumbre de telefonearle cada vez que mis padres reñían). Me decía aquello y yo berreaba con más fuerzas: creía que su muerte sería mi castigo, mi culpa. Que mi abuela era Blanca Nieves y yo la manzana envenenada.
Más tarde supe que la muerte era un hecho y que la enfermedad la precedía. Se insinuaba en las salas de urgencia en las que pasé muchas noches de invierno por culpa del asma; en la delgadez del anciano que deambulaba por los pasillos abrazando una bolsa llena de sus propios orines; en los gritos del hombre de las piernas destrozadas tapadas por una sábana manchada de sangre.
Mi tío Arturo fue el primer muerto del que tuve noticia. Un muerto viviente, por cierto: la cirrosis lo consumió con parsimonia. Cada día se le hinchaba más el vientre y el rostro le enflacaba hasta asemejarlo a una calavera. Mi madre solía llevarlo a las revisiones médicas. Mi tío siempre lloraba camino al hospital. “Me voy a morir, Sonia”, sollozaba, y los niños nos hundíamos en el asiento de atrás. Ella le ponía la mano en el brazo y se lo apretaba, sin dejar de manejar. Nunca le respondió nada.
A mi siguiente muerto lo conocí sólo de vista. Se llamaba Andrés y trabajaba en el almacén de mi abuela. Tenía 18 años, la piel morena y los ojos verdes. Lo mató otro empleado, un hombrecillo de nombre Alfredo que en las fiestas solía emborracharse y bailar con tanta enjundia que en una ocasión derribó el árbol de Navidad. Una noche, mientras bebían cervezas en la esquina de su barrio, Alfredo y Andrés discutieron. Alfredo sacó una navaja y apuñaló a los presentes, incluidos Andrés y su padre. A mi madre le avisaron de madrugada; me despertó para decirme que iba al hospital a verlos y yo me ofrecí a acompañarla. Tenía 13 años y quería ver… ¿Qué? Ni yo lo sabía: el drama, la sangre, algo sobre lo que pudiera escribir después, aunque me cuidé de decirlo. Llegamos al hospital y vimos primero a Cenobio, el padre de Andrés. Llevaba el uniforme de la empresa y la mano vendada. Comenzó a contar lo que había pasado y mi madre, con los ojos, me ordenó que desapareciera. Salí al pasillo. Minutos después un médico pasó junto a mí y entró en la sala. Cenobio comenzó a gritar. Supuse que Andrés había muerto. Pensé que era terrible que la muerte no dejara ninguna marca en el aire, que no produjera señales ni signos: que un muchacho de bellos ojos verdes pudiera dejar de vivir mientras su padre hablaba, mientras los enfermos gemían en sus camas, mientras yo contaba las baldosas en la pared del pasillo. Que alguien pudiera morir y que todo permaneciera en su sitio, que nada cambiara.
Mi tercer muerto fue Christian, el hijo más pequeño de mi tío Rubén; el que más se le parecía. A Christian lo mató un tumor cerebral cuando aún no cumplía tres años. Nadie de mi familia fue al funeral: no pudieron pagar los boletos de avión a Chicago. Varios días después mi padre entró a mi cuarto con dos fotografías. En ellas aparecían mis primos Marc y Alex, los hermanos mayores del difunto. Mi padre me pidió que les escribiera algo en inglés, palabras de condolencia en nombre de toda la familia. Me tardé horas en garrapatear tres líneas al reverso de aquellas fotografías en las que mis primos sonreían con el mar de Veracruz como fondo. Su hermano estaba muerto, ¿qué podría yo escribir más que signos vacíos? En aquel entonces yo tenía quince años y había leído (mal) a Nietzsche y no creía en Dios ni en el Cielo y sólo podía pensar que Christian había venido al mundo en balde, que su muerte ni su vida tenían sentido, que el mundo entero no era más que polvo girando en círculos. Al final me limité a mandar besos y abrazos a mis primos “although the distances”. Ignoro si alguno de ellos conserva aquel maldito mensaje.
Mi cuarto muerto fue un hombre ahogado del que nunca supe el nombre. Vi cómo lo abrieron en canal sobre la plancha del forense. Era obeso y calvo; su sexo lucía como una extraña piedra gris. Tenía el rostro púrpura y las manos alzadas por haber permanecido muchas horas flotando bocabajo a la orilla de un río. No me impresionó tanto la visión del cadáver como la manera en que los técnicos manipulaban su cuerpo: de haber estado vivo aquel hombre jamás hubiera permitido que lo trataran como algo expuesto tras la vitrina de una carnicería. Yo había ido al forense como parte de una prueba para entrar a la facultad de medicina, a la que finalmente decidí no asistir. Todavía recuerdo el olor de aquel sitio: estábamos en el trópico, era verano y la morgue carecía de refrigeradores donde guardar los cuerpos; flotaba en el aire un pesado tufo a carne podrida y a nanche fermentado que no se parecía a nada que hubiera olido antes, ni siquiera al olor espeso que de pronto surgía de los terrenos baldíos donde arrojaban los cuerpos de las mascotas muertas. Así huelen los hombres muertos, pensé. Cuando llegué a casa me hice la dura e incluso cené cereales con leche, para demostrarme a mí misma que no me había afectado. Pero la idea de convertirme en una Scully jarocha abandonó mi mente. Podía soportar el olor y la sangre una noche; no estaba segura de poder hacerlo toda la vida.
En años recientes murieron mi abuela paterna y mi bisabuela materna. Fui a sus velorios, vi sus cuerpos maquillados dentro de los ataúdes. No sentí nada; quizá sólo compasión por mi padre y mi abuela, a los que nunca antes había visto llorar. Luego murió mi amigo El Chino. Con una botella de tequila encima y calzado de botas vaqueras, resbaló de la azotea y se partió el cráneo. Era 16 de septiembre. No lloré en su funeral; estaba enojada con él, con su estúpida y proverbial terquedad. No lloré tampoco después. A veces pienso en él y me pregunto que habrá pasado con aquella libreta en donde El Chino escribía las letras de sus canciones de salsa. No sabía usar el pentagrama; sólo él conocía las melodías. No sé si la libreta aquella siga en su cuarto; no sé si su habitación siga siendo la misma o si doña Paquita, su madre, arrojó todo a la basura.
No lloré nunca por los míos, por los de mi sangre, pero acabé haciéndolo por 319 desconocidos que murieron la segunda semana de enero de 2011, cuando me ofrecí a contar muertos para el proyecto Menos días aquí. Mi labor consistía en revisar los periódicos de todo el país y contar —pero, sobre todo, nombrar— a las víctimas de la violencia del narco. Las lágrimas me brotaron el segundo día, frente a la computadora, cuando los números (de cuerpos, de casquillos vacíos, de tiros) se me vinieron encima. No podía contar a todos los que morían, mucho menos ponerles nombre, a pesar de que pasaba la mitad del día investigando, mirando fotografías borrosas.
Lloré de impotencia y de miedo: a nadie parecía importarle lo que sucedía.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, leí en aquellos días. Intenté escribir poesía, hablar con amigos, pasear al perro; nada me consoló durante un buen rato. Hace unos días terminé una novela y me puse a escribir esto. Sigo pensando que el mundo es polvo girando en círculos pero ya no me duele contar a mis muertos ni me lastima pensar en los que todavía me faltan.