Todos mis muertos

Cuenta la leyenda familiar que yo era una bebé muda. Que no lloraba ni por hambre, ni cuando me ensuciaba, ni cuando hacía frío. A mi madre, primeriza, aquello le parecía formidable; a mi abuela, en cambio, aberrante. Me llevaron al Seguro Social y el pediatra en turno diagnosticó depresión. Para combatirla recetó que me golpearan las plantas de los pies varias veces al día: había que hacerme llorar a toda costa, insistía, si no mis pulmones mustios jamás llegarían a desarrollarse. La tortura aquella me convirtió en berrinchuda y fue para lo único que sirvió; meses después desarrollé asma. La depresión, huelga decirlo, jamás me abandonó. 

Durante las pataletas de mi infancia mi abuela solía decirme: “Ya no llores porque cuando me muera no vas a tener lágrimas para llorar por mí.” La imaginaba entonces encerrada en una tumba, muda e inmóvil, incapaz ya de contestar mis llamadas (había agarrado la costumbre de telefonearle cada vez que mis padres reñían). Me decía aquello y yo berreaba con más fuerzas: creía que su muerte sería mi castigo, mi culpa. Que mi abuela era Blanca Nieves y yo la manzana envenenada.

Más tarde supe que la muerte era un hecho y que la enfermedad la precedía. Se insinuaba en las salas de urgencia en las que pasé muchas noches de invierno por culpa del asma; en la delgadez del anciano que deambulaba por los pasillos abrazando una bolsa llena de sus propios orines; en los gritos del hombre de las piernas destrozadas tapadas por una sábana manchada de sangre.

Mi tío Arturo fue el primer muerto del que tuve noticia. Un muerto viviente, por cierto: la cirrosis lo consumió con parsimonia. Cada día se le hinchaba más el vientre y el rostro le enflacaba hasta asemejarlo a una calavera. Mi madre solía llevarlo a las revisiones médicas. Mi tío siempre lloraba camino al hospital. “Me voy a morir, Sonia”, sollozaba, y los niños nos hundíamos en el asiento de atrás. Ella le ponía la mano en el brazo y se lo apretaba, sin dejar de manejar. Nunca le respondió nada.

A mi siguiente muerto lo conocí sólo de vista. Se llamaba Andrés y trabajaba en el almacén de mi abuela. Tenía 18 años, la piel morena y los ojos verdes. Lo mató otro empleado, un hombrecillo de nombre Alfredo que en las fiestas solía emborracharse y bailar con tanta enjundia que en una ocasión derribó el árbol de Navidad. Una noche, mientras bebían cervezas en la esquina de su barrio, Alfredo y Andrés discutieron. Alfredo sacó una navaja y apuñaló a los presentes, incluidos Andrés y su padre. A mi madre le avisaron de madrugada; me despertó para decirme que iba al hospital a verlos y yo me ofrecí a acompañarla. Tenía 13 años y quería ver… ¿Qué? Ni yo lo sabía: el drama, la sangre, algo sobre lo que pudiera escribir después, aunque me cuidé de decirlo. Llegamos al hospital y vimos primero a Cenobio, el padre de Andrés. Llevaba el uniforme de la empresa y la mano vendada. Comenzó a contar lo que había pasado y mi madre, con los ojos, me ordenó que desapareciera. Salí al pasillo. Minutos después un médico pasó junto a mí y entró en la sala. Cenobio comenzó a gritar. Supuse que Andrés había muerto. Pensé que era terrible que la muerte no dejara ninguna marca en el aire, que no produjera señales ni signos: que un muchacho de bellos ojos verdes pudiera dejar de vivir mientras su padre hablaba, mientras los enfermos gemían en sus camas, mientras yo contaba las baldosas en la pared del pasillo. Que alguien pudiera morir y que todo permaneciera en su sitio, que nada cambiara.

Mi tercer muerto fue Christian, el hijo más pequeño de mi tío Rubén; el que más se le parecía. A Christian lo mató un tumor cerebral cuando aún no cumplía tres años. Nadie de mi familia fue al funeral: no pudieron pagar los boletos de avión a Chicago. Varios días después mi padre entró a mi cuarto con dos fotografías. En ellas aparecían mis primos Marc y Alex, los hermanos mayores del difunto. Mi padre me pidió que les escribiera algo en inglés, palabras de condolencia en nombre de toda la familia. Me tardé horas en garrapatear tres líneas al reverso de aquellas fotografías en las que mis primos sonreían con el mar de Veracruz como fondo. Su hermano estaba muerto, ¿qué podría yo escribir más que signos vacíos? En aquel entonces yo tenía quince años y había leído (mal) a Nietzsche y no creía en Dios ni en el Cielo y sólo podía pensar que Christian había venido al mundo en balde, que su muerte ni su vida tenían sentido, que el mundo entero no era más que polvo girando en círculos. Al final me limité a mandar besos y abrazos a mis primos “although the distances”. Ignoro si alguno de ellos conserva aquel maldito mensaje.

Mi cuarto muerto fue un hombre ahogado del que nunca supe el nombre. Vi cómo lo abrieron en canal sobre la plancha del forense. Era obeso y calvo; su sexo lucía como una extraña piedra gris. Tenía el rostro púrpura y las manos alzadas por haber permanecido muchas horas flotando bocabajo a la orilla de un río. No me impresionó tanto la visión del cadáver como la manera en que los técnicos manipulaban su cuerpo: de haber estado vivo aquel hombre jamás hubiera permitido que lo trataran como algo expuesto tras la vitrina de una carnicería. Yo había ido al forense como parte de una prueba para entrar a la facultad de medicina, a la que finalmente decidí no asistir. Todavía recuerdo el olor de aquel sitio: estábamos en el trópico, era verano y la morgue carecía de refrigeradores donde guardar los cuerpos; flotaba en el aire un pesado tufo a carne podrida y a nanche fermentado que no se parecía a nada que hubiera olido antes, ni siquiera al olor espeso que de pronto surgía de los terrenos baldíos donde arrojaban los cuerpos de las mascotas muertas. Así huelen los hombres muertos, pensé. Cuando llegué a casa me hice la dura e incluso cené cereales con leche, para demostrarme a mí misma que no me había afectado. Pero la idea de convertirme en una Scully jarocha abandonó mi mente. Podía soportar el olor y la sangre una noche; no estaba segura de poder hacerlo toda la vida.

En años recientes murieron mi abuela paterna y mi bisabuela materna. Fui a sus velorios, vi sus cuerpos maquillados dentro de los ataúdes. No sentí nada; quizá sólo compasión por mi padre y mi abuela, a los que nunca antes había visto llorar. Luego murió mi amigo El Chino. Con una botella de tequila encima y calzado de botas vaqueras, resbaló de la azotea y se partió el cráneo. Era 16 de septiembre. No lloré en su funeral; estaba enojada con él, con su estúpida y proverbial terquedad. No lloré tampoco después. A veces pienso en él y me pregunto que habrá pasado con aquella libreta en donde El Chino escribía las letras de sus canciones de salsa. No sabía usar el pentagrama; sólo él conocía las melodías. No sé si la libreta aquella siga en su cuarto; no sé si su habitación siga siendo la misma o si doña Paquita, su madre, arrojó todo a la basura.

No lloré nunca por los míos, por los de mi sangre, pero acabé haciéndolo por 319 desconocidos que murieron la segunda semana de enero de 2011, cuando me ofrecí a contar muertos para el proyecto Menos días aquí. Mi labor consistía en revisar los periódicos de todo el país y contar —pero, sobre todo, nombrar— a las víctimas de la violencia del narco. Las lágrimas me brotaron el segundo día, frente a la computadora, cuando los números (de cuerpos, de casquillos vacíos, de tiros) se me vinieron encima. No podía contar a todos los que morían, mucho menos ponerles nombre, a pesar de que pasaba la mitad del día investigando, mirando fotografías borrosas.
Lloré de impotencia y de miedo: a nadie parecía importarle lo que sucedía.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, leí en aquellos días. Intenté escribir poesía, hablar con amigos, pasear al perro; nada me consoló durante un buen rato. Hace unos días terminé una novela y me puse a escribir esto. Sigo pensando que el mundo es polvo girando en círculos pero ya no me duele contar a mis muertos ni me lastima pensar en los que todavía me faltan.

Australia: entre la maravilla y el viaje terrorífico

El gringo vestido de overol contempla mi maleta con una concentración semejante a la que Rodin insufló a su Pensador: como si tratara de resolver un enigma. Camina en torno a ella un par de pasos estudiándola, se detiene, vuelve a caminar y a detenerse sin quitarle la vista de encima, mientras los motores de la nave aumentan la intensidad del ronroneo.

Estamos a punto de despegar de Dallas rumbo a Los Ángeles. Mi vuelo desde la ciudad de México arribó menos de una hora antes, y tras hacer una eterna fila en migración tuve que correr a toda pierna, tomar el tren hacia otra terminal, apearme y correr de nuevo para no perder la conexión. Cuando, sudoroso y jadeante, por fin me encontré sentado entre dos enormes chinos sonrientes, se me ocurrió mirar por la ventanilla. Entonces vi al gringo que ve mi maleta. La observa tanto y con tanta atención que paso de la curiosidad al nerviosismo, temeroso de que comencemos a movernos antes de que la guarde en la nave. Llamo a la sobrecargo y, tras explicarle, obtengo de ella la seguridad de que no partiremos sin mis cosas. Sin embargo, el gringo continúa absorto en la contemplación. Sólo cuando los motores aumentan sus revoluciones al máximo reacciona, pero no para colocar mi equipaje con los demás, sino para alejarse sonriente como si hubiera resuelto un problema. La maleta queda abandonada sobre una banda. Mis latidos se aceleran. Estoy a punto de levantarme a llamar otra vez a la sobrecargo, cuando veo que el gringo regresa con una gran bolsa de plástico, mete mi maleta en ella, hace un nudo y la carga hasta la panza del avión. Respiro aliviado, aunque la escena me deja una sensación de inquietud que me durará el resto del viaje…

Me dirijo a Australia, invitado al Melbourne Writers Festival por la embajada de México en ese país. Un viaje —así tan lejos y con gastos pagados— siempre es bienvenido porque representa una posibilidad de aventura, pero esta vez los contratiempos surgieron desde el principio.

Primero, el calvario de los trámites de visado: aun con la invitación oficial y una nota de la Secretaría de Relaciones Exteriores debí presentarme varias veces en la embajada australiana, la última para llevar una carta de la cancillería donde se especificaba que ellos iban a correr con mis gastos de viaje, ya que alguien allá adentro dictaminó que yo era “demasiado pobre” para obtener la visa (al revisar mis estados de cuenta, no hicieron caso a la relación ingresos-egresos, sino al saldo final del mes, lo que indica que, en efecto, vivo al día). Superado por fin el trance burocrático, a menos de una semana de la partida vino la debacle de Mexicana de Aviación, línea que debía llevarme a Los Ángeles cuatro días antes del festival, con el fin de que tuviera por lo menos dos jornadas para reponerme de un trayecto de treinta y siete horas. Mi vuelo había sido comprado allá, y le escribí a Arturo Delgado —nuestro agregado cultural y mi contacto en Australia— para ver qué se podía hacer; pero como la aerolínea tronó un viernes, pasé todo el siguiente fin de semana en la incertidumbre, y hasta el lunes pude enterarme de que mi estancia en el país de los canguros se había reducido de cinco días a tres, pues ahora mi vuelo salía dos días antes del festival, para llegar allá casi directo a las mesas de trabajo. En fin, ya estoy en la nave rumbo a Los Ángeles, donde tras una escala de ocho horas volaré directo —dieciocho horas más— a Melbourne. Antes de quedarme dormido entre los dos chinos que conversan como si yo no estuviera en medio, vuelvo a pensar en el gringo del overol y mi maleta: me parece un detalle generoso de su parte envolverla en una bolsa para que no se maltrate demasiado. Quien aterrice en Melbourne y piense que llegó al fin del periplo, está muy equivocado; entre migración (en Australia son más quisquillosos que nuestros vecinos del norte), la espera en las bandas de equipaje y las larguísimas filas para pasar aduana, aún faltan por lo menos dos horas para salir del aeropuerto. Sin embargo, es durante este lapso que uno toma conciencia de hallarse del otro lado del mundo: la gran mayoría de los visitantes procede de países orientales y africanos, los atuendos y las pieles son de todos colores, se escuchan muchas lenguas y acentos, y uno puede observar las actitudes más disímiles, desde la del humilde vietnamita que parece haber abandonado apenas su choza en la selva y mira todo con ojos atónitos, hasta la del arrogante británico rico que viene a dar un paseo por las antiguas colonias de sus antepasados.

Mientras espero mi equipaje, veo cómo una pareja de hindúes ancianos soportan con estoicismo ejemplar los regaños de un oficial australiano, al tiempo que lo dejan registrar hasta el último reducto de sus múltiples bultos. Por fin aparece mi maleta envuelta en plástico. La recojo deprisa para sumarme a la fila de aduana sin perder más tiempo, y ya formado la reviso. Sólo entonces comprendo por qué la contemplaba tanto el gringo del aeropuerto de Dallas: está abierta por los dos extremos de par en par, con el contenido expuesto y desparramado por la bolsa. Me fijo bien: no está rota, sino descosida, abierta a navaja por las costuras, en un abuso de cortesía del gobierno norteamericano. Abuso gratuito, además, porque no tenía candado: bastaba correr el cierre para revisar el interior. Pero a tantos miles de kilómetros de distancia, ya ni llorar es bueno.

Así se inicia mi visita a Australia. Situado en el corazón de Melbourne, el hotel es una inmensa torre y se anuncia como “el más lujoso del país”. La mujer que fue a recogerme al aeropuerto me deja en la entrada y de inmediato un botones se apresta solícito a cargar mi equipaje, pero en cuanto ve la maleta rajada por dos partes —ya le quité la bolsa— y las cosas saliéndose, cambia de expresión y me mira con extrañamiento no exento de cierta lástima. Me acompaña hasta la recepción y siento su mirada sobre mí como si quisiera preguntarme qué hago en un sitio que a todas luces no es para mí. Por si esto no fuera suficiente, la empleada del mostrador me pide una tarjeta de crédito, se la doy y… es rechazada por el sistema: los fondos no alcanzan. Le ofrezco dejar un depósito en efectivo, dice que prefiere otra tarjeta, le digo que no traigo otra, y de mala gana acepta el depósito —300 dólares—, se los entrego y con un gesto de impaciencia me aclara que deben ser dólares australianos, le digo que no he cambiado y me dice que ahí puedo hacerlo, al tipo de cambio del hotel, lo que hace que una parte de mi escaso presupuesto se evapore en la nada.

Ya en mi habitación del piso 38 —que sí es lujosa en extremo— desde donde se ve gran parte de Melbourne, me siento sobre la cama y hago un balance: no llevo media hora en la ciudad y ya pasé del cansancio a la rabia y de ahí a la humillación, perdí dinero sin comprar nada y los empleados del hotel me miran como un paria. Aún no es todo. Reviso mis cosas: faltan tres libros y las cajetillas de cigarros que traía para el viaje, que seguro se salieron por las roturas.

La ropa está completa, pero ¿a quién le importa la ropa sin cigarros? Tengo tres horas francas, antes de encontrarme con Arturo Delgado para ir a las actividades del programa y sé que si me acuesto a descansar el jet lag me va a convertir en un cadáver, así que decido salir a caminar evitando las miradas de los botones, pues “imagino” en ellas la reprobación. La primera parada es en un quiosco de periódicos, pido unos cigarros y me cobran ¡diecisiete dólares la cajetilla! Por supuesto, soy un fumador empedernido y pago, pensando que esta vez debo saborear hasta la última fumada.

Primera lección: viajar a un país tan caro con poco dinero puede ser terrorífico. Segunda lección: si se asume la condición de menesteroso, es posible disfrutar el viaje. Melbourne es una ciudad interesante, nada parecida a las norteamericanas ni a las europeas. Con cierta personalidad asiática, se trata de un monstruo conformado por cientos de rascacielos que pregonan en el aire la bonanza económica australiana.

Por sus aceras camina gente de todas las razas y culturas, lo que pone en evidencia su cosmopolitismo, y por las calles se ven sólo vehículos de modelo reciente. Es la “capital cultural” del país y cuenta con suficientes foros y espacios artísticos para demostrarlo. En uno de ellos doy una charla en español para un auditorio conformado por latinoamericanos. Después, con ayuda de Arturo Delgado, sorteo la primera mesa redonda en inglés ante un público que pagó casi veinte dólares por escuchar a los escritores, cosa inconcebible en México. Al caer la noche me descubro molido por el viaje, y me voy a mi lujosísimo cuarto de hotel a tratar de dormir. Mañana otra mesa redonda y después me quedaré solo en Melbourne, pues Arturo debe volver a Camberra, sede de la embajada mexicana.

Terminados los compromisos con el festival, dedico el tercer día a pasear por el centro de la ciudad. Compro una nueva maleta y algunos souvenirs que casi agotan mis recursos, pero ya no me importa demasiado: es el último día. Deambulo por los barrios originales y descubro los edificios más antiguos, del siglo XIX o principios del XX, y leo las placas que explican su historia preguntándome cómo es posible que una nación sea tan joven. Recorro el río que divide la ciudad, apabullado por los edificios que proliferan en las dos riberas, y soy testigo del entrenamiento de varias adolescentes que practican el canotaje. Entro al Museo de las Migraciones, donde me entero que en 1971 Australia recibió a mil 800 mexicanos que se sumaron a su población, sin comprender por qué emigraron precisamente ese año. En las zonas comerciales escucho a gente que habla en español, incluso reconozco un par de veces el inconfundible acento mexicano, lo que de algún modo me hace sentirme acompañado en un país tan lejano. Anochece y sigo caminando.

Creo que he bajado de peso en un solo día, empapándome del paisaje urbano de Melbourne, admirando la antigua estación del ferrocarril de donde salen trenes que recorren miles de kilómetros al atravesar todo tipo de paisajes. Australia es un país gigante, casi del tamaño de Europa entera, pero casi toda su población —la misma de la ciudad de México— vive en unas cuantas ciudades, así que con recorrer el centro de Melbourne uno puede hacerse una idea, por lo menos, de la gente que lo habita.

Llega el día de la partida. Entro al aeropuerto sólo para darme cuenta de que la salida de Australia es tan difícil y lenta como el arribo: debemos hacer casi una hora de fila para pasar la revisión de seguridad, al grado de que hay un animador que cuenta chistes y canta —además de repartir bolsas Ziploc para los líquidos— a fin de que los pasajeros no se aburran. Luego otro largo rato en la fila de migración, algo que no había visto en ninguna otra parte. Convierto lo que me queda de dólares australianos en americanos sin dejar de notar cómo cierta cantidad se evapora gracias a la comisión y el tipo de cambio, pero ya no me sorprendo —los viajes “ilustran”—, llegó a la sala de espera casi a la hora de abordar. Otra fila. Pero, antes de pasar al túnel, un oficial que seguro me ve aspecto de talibán me hace ir detrás un biombo para “una revisión más detallada” donde me hacen voltear los bolsillos al revés y me manosean del cuello a los talones.

Australia ha quedado atrás. Estoy, por fin en mi asiento, ahora entre una rubia gorda y un oriental muy serio que serán mis vecinos durante dieciocho horas, hasta llegar a Los Ángeles. Cierro los ojos para dormir y en la mente, en vez de configurarse la imagen de alguna zona del río o de un edificio de Melbourne, aparece la del gringo del overol en el aeropuerto de Dallas, contemplando mi maleta sobre la banda como si fuera El Pensador de Rodin.

Esteban, el sonámbulo

***

Ilustración de Carlos Ortega “Balamoc”

Cuando Esteban vino al mundo sus padres no se imaginaron que sería un niño tan silencioso. Para ellos un niño que no lloraba ni sonreía estaba enfermo o asustado. No pensaban que su hijo era tonto ni nada parecido. Solamente deseaban verlo sonreír más. A sus nueve años lucía un poco obeso, caminaba al ritmo de un anciano y los dedos de sus manos se movían lentamente como diez gusanos asomando la cabeza de la tierra. Hubo temporadas en que los padres se sintieron arrepentidos de haber procreado un hijo como Esteban, aunque enseguida se dolían de sus tristes pensamientos. Faustino, el padre, vendedor en una tienda de colchones, era un hombre honrado y cariñoso. Margarita, la madre, se dedicaba a vender ropa en las mañanas durante el tiempo que su hijo permanecía en la escuela. Esteban cursaba el quinto año de primaria y se aburría tanto como cualquier sardina dentro de una lata cerrada. La familia de Esteban vivía en un departamento en la colonia Nochebuena y sus problemas se reducían a uno solo: Esteban sufría sonambulismo y en más de una ocasión amaneció dormido al pie de la puerta de un departamento vecino.

—Los sonámbulos son personas tranquilas, no hacen daño a nadie. Lo que debemos hacer es cerrar bien las puertas —opinaba Faustino, pausado y conciliador.

—Tú eres vendedor de colchones. Debe haber una cama en donde Esteban se sienta tan cómodo que nunca se le ocurra levantarse en las noches —decía Margarita, un tanto desesperada.

—El médico opina que el mal pasará pronto —respondió Faustino—, además no se conocen bien las causas de esa enfermedad. Lo que haremos es tener paciencia y cuidar que no le suceda nada.
Esteban escuchaba charlar a sus padres acerca de su sonambulismo y no se inmutaba. Se había acostumbrado a que ellos hablaran acerca de él como si no estuviera presente. Margarita insistía:

—Si hiciera más ejercicio no sería sonámbulo. Yo a veces termino el día tan cansada que no pienso más que en dormir. —Tienes razón —el esposo se tocó el mentón ovalado y meditó unos segundos—, mañana mismo buscaré una solución. En el parque de los Viveros he visto a varios niños hacer ejercicio. Los dirige un entrenador que debe saber mucho acerca de esas cuestiones. Es fuerte y los niños le prestan mucha atención. Tiene autoridad.

—¿Qué hacías tú en ese parque? —preguntó la esposa, sorprendida.

—Nada, cuando me siento cansado salgo un momento de la tienda y voy a darles de comer a las ardillas. Vender colchones es un trabajo más agotador de lo que parece. Si yo te contara…

—¿Y qué comen las ardillas?

—Tienen tanta hambre que comen cualquier cosa. Está prohibido darles comida, pero yo no hago caso de esas tonterías.

—Un día van a morderte los dedos.

Ilustración de Carlos Ortega “Balamoc”

Fue así como Esteban formó parte de un grupo de niños que durante sus vacaciones realizaba ejercicio por las mañanas. Los padres dejaban a sus hijos bajo el cuidado del entrenador y se marchaban a cumplir con sus labores cotidianas. En el parque crecían arias especies de árboles, desde cedros hasta acacias de corteza roja y cuando llovía la arcilla húmeda tomaba el mismo color que las acacias. El entrenador era un hombre moreno de brazos musculosos y tenía una voz que sonaba tan fuerte como un trueno anunciando la lluvia. Esteban no se mostraba feliz de estar entre niños desconocidos y hubiera preferido quedarse quieto en su recámara. Su pasatiempo favorito era estar sentado en el borde de su cama imaginándose cómo sería la vida en otro planeta. No comprendía nada de lo que veía en televisión y pasaba horas haciendo dibujos de seres extraños en sus cuadernos de escuela. Los planetas que imaginaba Esteban no se parecían a la Tierra: eran ovalados, más pequeños y en ellos no había colinas ni montañas. Las nubes verdes flotaban lentamente alrededor del planeta. Y tampoco había árboles. Sus padres llevaron los dibujos de Esteban al médico pero éste no logró sacarles ningún provecho, sólo dijo: “es posible que cuando crezca sea artista”.

—¡Es hora de mover esos músculos, jóvenes holgazanes!
Esta fue la voz del entrenador llamando la atención de los veinte niños que en ropa deportiva aguardaban sus instrucciones para comenzar los ejercicios: “¡Uno, dos, tres arriba! ¡Uno, dos, tres, abajo!”. El pupilo de más edad tenía doce años y entre los más jóvenes se encontraba Esteban. Las ardillas que normalmente se acercaban a las personas para demandar comida se asustaban al ver a esa manada de niños ansiosos y corrían a esconderse a las ramas de un árbol, o simplemente se alejaban hacia parajes más tranquilos. Claro que necesitaban alimentarse, pero no a costa de exponer su vida bajo los pies de esos pequeños gigantes. La voz del entrenador seguía creciendo:

—No me importa su edad o quiénes son, yo no entreno a perdedores y espero que pongan su máximo esfuerzo en todo lo que vamos a hacer.

De vuelta a casa y colorado como una ciruela, Esteban escuchaba a sus padres conversar animadamente. Se encontraba demasiado cansado para intervenir y no quería decepcionarlos. Nunca había vivido una experiencia tan agotadora y si estuviera en sus manos no volvería al parque de los Viveros. El resto de los niños se había burlado de Esteban porque en la carrera alrededor del parque había llegado a la meta en último sitio. En vez de reprender a los burlones, el entrenador se había unido a ellos usando a Esteban como ejemplo para mostrar lo que un buen deportista no debe hacer. Faustino no tenía noticias sobre el escarnio y burlas que soportaba su hijo porque cuando volvía a recogerlo el entrenamiento había terminado. Y Esteban no se quejaba.

—El entrenador es un buen hombre — le decía Faustino a su esposa Margarita—, sólo cruzamos unas cuantas palabras, pero sé reconocer a las personas decentes. No olvides que en mi trabajo como vendedor de colchones debo saber lo que esconden en mente mis clientes para así complacerlos. Ellos pasarán una gran parte de su vida en cama y si no duermen sobre un buen colchón despertarán de mal humor y nosotros pagaremos las consecuencias. La responsabilidad de que este mundo funcione no es de los políticos o de los sabios, es de cada uno de nosotros.

Los tres miembros de la familia se hallaban sentados alrededor de la mesa del comedor. Esteban mordía una pera, Faustino hacía girar una pequeña cuchara sobre la mesa y Margarita palmeaba la espalda de su marido, contenta de encontrar por fin una posible solución a sus problemas.

—Me alegra mucho lo que me cuentas, es una idea maravillosa. Si tenemos suerte Esteban podría volverse un deportista famoso. ¿Te imaginas? —soñaba Margarita.

En cambio Faustino se mostraba más calibrador y decía:

—Me conformo con que no camine dormido. No quiero que un vecino toque a la puerta otra vez para decirme que mi hijo está dormido y tirado a la entrada de su casa. No volveré a pasar por esa vergüenza. Van a pensar que intentamos deshacernos de Esteban.

—¿Cómo crees? ¿Y abandonarlo en el departamento de a lado? Seríamos unos tarados.

Los días siguientes se sucedieron sin variaciones y Esteban continuó siendo el último en la carrera de las mañanas. Las burlas se hacían cada vez más crueles e intensas y el entrenador se mostraba satisfecho de contar con un niño que le sirviera de ejemplo a la hora de dar sus sermones:

—¡Atención! ¿Se han dado cuenta de que hemos entrenando una semana completa y Esteban no hace ningún esfuerzo para superarse? Y estoy seguro de que en el futuro será lo mismo. Nació para perder.
El entrenador tenía cuidado de que ningún adulto escuchara sus palabras. Cuando hablaba escupía saliva lanzándola a casi un metro de distancia y caminaba en círculos como si hablara sólo consigo mismo. Y cuando a media mañana el Sol calentaba más duro se ponía unos enormes lentes oscuros que le cubrían la mitad del rostro. Era como una mosca gigante.

En el planeta imaginario de Esteban no había Sol y aunque lo hubiera, su calor no podría traspasar las nubes verdes que formaban la atmósfera. Tampoco había moscas ni perros Rottweiler, ni mucho menos pistas de carreras. El entrenador no hablaba con la verdad porque en realidad Esteban intentaba correr más rápido cada mañana. Las burlas lo herían en el corazón y habría querido volar por encima del resto de sus compañeros y ser el primero en cruzar la meta, sólo que sus piernas simplemente no le respondían. Y las mofas continuaban. Con el paso de los días la complicidad entre los niños creció y Esteban volvía a ser blanco de los peores sobrenombres “ardilla panzona”, “tronco sin hojas”, “tortuga sonámbula”, le decían.

El entrenador parecía orgulloso de sus muchachos y no dudaba que de entre todos esos niños habría en el futuro un campeón. No imaginaba que dos días antes de terminar el curso de verano viviría un penoso incidente.

Sucedió durante la tradicional carrera con la que se culminaba cada día de entrenamiento y, como siempre, Esteban aceleraba el paso sin poder seguir el ritmo de sus compañeros. De pronto, desde su posición de rezagado, observó a otro niño de su edad detenerse y acuclillarse para amarrar bien las agujetas de sus tenis blancos. Esteban aceleró lo más que pudo y empujó con tanta energía a su compañero que lo lanzó de bruces a una cuneta donde corría un riachuelo de agua sucia. Como la víctima hacía intentos por levantarse, Esteban tomó un tronco grueso que estaba a sus pies y lo descargó en la nuca del niño indefenso. De ello sólo fue testigo una ardilla negra de cola hirsuta que roía una bellota sobre la rama de un fresno. En seguida retomó el camino y por primera vez sintió sus pies ligeros y la arcilla cárdena del camino le pareció tan lisa como el planeta de sus invenciones. Cuando llegó a la meta, el entrenador lo miró sorprendido, se preguntaba dónde estaría Fermín quien solía llegar siempre antes que Esteban.

Ilustración de Carlos Ortega “Balamoc”

—¿Dónde se ha quedado Fermín? —preguntó en voz sonora, pero nadie supo responderle.
Esteban descansaba jadeante a los pies de un espigado y frondoso encino, satisfecho de no escuchar más burlas sobre su persona. Comenzaba a recuperar el aliento cuando vio en lontananza la amada figura de su padre. Por fin todo terminaría. Faustino lo tomaría de la mano y lo devolvería de nuevo a su mundo. Y ya en casa, cuando Esteban escuchara la cálida voz de su madre, el recuerdo de todos esos malos días habría desaparecido.

Contagio

Los muertos atraen la muerte, simplifican la comedia,
arrumban los papeles y sepultan los disfraces en los roperos.
Juan Benet

***

Llegaron en la tarde. Sus figuras deslumbradas en el quicio de la puerta. El filo del sol en los sombreros, con pinta de haber merodeado, hambrientos, por el pueblo. Sin embargo, inmóviles en la puerta, parpadeando al mismo tiempo, parecían tener todo menos hambre. El calor era redondo en la estancia. Chupaba los cuerpos. Fruto seco lo que tocaba. Las respiraciones de los hombres se amontonaban. El dueño del bar, somnoliento, sentía el aire caliente desprendido, en mayor parte, de ellos. Sus manos barajaban ases, tréboles, reyes. Dejó el mazo de cartas y miró el polvo que, al fin, se asentó en los hombres. Uno, el más alto, dio un paso adelante y dijo:

—Queremos cerveza.

La voz recorrió, leve, la estancia. Después se apagó en el calor, como lumbre en el agua.

—Pasen, pueden sentarse — respondió el dueño.

Los hombres se miraron. Consultaron en silencio al que había tomado la iniciativa. Éste movió los ojillos y carraspeó. Bajo el sombrero eran profundas sus meditaciones. Alargó un dedo.

—Está bien.

Los hombres se sentaron al mismo tiempo. El dueño sirvió seis tarros. El vidrio de los tarros reprodujo un instante sus figuras.

—Tardamos mucho en llegar —dijo uno.

—Eran fuertes las tolvaneras.

—No hay señales, ni indicaciones.

—Pudimos llegar a cualquier otro lado.

—Después veremos qué hacer.

El dueño los ignoró. En ese lugar todos llegaban por accidente y decían siempre lo mismo. Por eso la clientela menguaba en tiempo de secas. Y entonces mataba las horas entre las cartas, satisfecho mientras lo demás ardía. Los hombres alzaron los tarros y bebieron. Solemnes, en el movimiento llevaron sus semblantes a la luz, también las narices, los afilados bigotes. El sonido del líquido en las gargantas, las lenguas chasquearon. En el silencio cualquier brizna se oía. Por eso, para no incomodarlos, para no atender su charla, el dueño encendió el radio. La música avivó a los de los sorbos. Sus siluetas eran pájaros vivos. Sus voces se enredaban en un murmullo que se comía las palabras. El dueño atisbaba el nervio de las figuras, las manos del principal que conducía el acto. Las cervezas pronto se acabaron y pidieron la segunda ronda. El dueño tuvo recuerdo de otros, merodeando en el pueblo, en las calles. A veces se asomaba y los veía ahí, perdidos en el llano, heridos de sol, aturdidos por sus estoques. Destapó seis botellas y se acercó con la charola. Regresó a la barra y estuvo un rato ahí, escuchándolos, medrando con la venta del día. Los hombres, oscurecidos por los sombreros, seguían con su charla.

—Hay que apresurarnos.

—Sí, antes que anochezca.

—Pero, ¿a dónde vamos?

Y entre preguntas el vuelo de las manos, después en ristre a las cervezas, apagando el calor en las bocas. El dueño, aturdido por los sorbos, por el sopor que le humedecía la calva. Entonces, un trueno en la estancia. El fuego derribó a uno de los hombres. Estrepitosa su caída. Pajarillo cazado al vuelo, pronto dejó de moverse. Un destello en los ojos abiertos y sorprendidos. La bala había hecho trizas la ventana. En su lugar afilados cristales, dientes en el marco. Abajo el polvo relucía, como la muerte en el convidado. Lo orbitaba una mosca que estuvo un instante en el gesto, alambrista entre los labios. En algún tiempo cundiría el hedor y llenaría las cosas de muerte. Y los hombres se acercaron y examinaron al inmóvil con gesto de disgusto.

—Te lo había dicho —dijo uno.

—Era previsible —dijo otro.

—Debimos abandonarlo en el camino.

—¿Cómo íbamos a saberlo?—murmuró uno.

—Una señal, una mancha en su ropa.

—Lo que sea.

El líder inclinó la cabeza. Sumidos entre nubes, sus pensamientos, sus imaginaciones. El gesto llenó la cara de arrugas. Flanquearon al unísono al muerto. Dos de cada lado. Sin el líder. Una mancha en la camisa, agrandada por el incesante borboteo.
Los ojos a la sangre, con miedo a la marea en el piso. El radio seguía ajeno con su sonsonete. El dueño emergió de su asombro y lo apagó. Se acercó a los hombres. La orilla de sangre tocaba las puntas de los pies. El muerto seguía con los ojos en el techo, el espanto en el gesto, como si presintiera el embate de las moscas, de los previsibles carroñeros.

—Va a oscurecer.

—Te lo dije.

—Quedaremos a mansalva.

El líder los calló con una mirada, se acercó al dueño y le preguntó:

—¿Cuánto dura la tarde aquí?

—¿Cómo? —respondió.

—Sí, ¿cuánto tiempo? —dijo impaciente.

El dueño sólo atinó a balbucear. El líder abandonó su indagación y se asomó por la ventana rota. Hundió la mirada en el llano. No había sitio para ocultar al posible tirador. Sólo tierra amarilla, sosegada por la falta de viento. Un cuervo entró en la desolación y picoteó maniaco el suelo. Después alzó la cabeza y un manojo de plumas, el destello de las alas, su vuelo. El dueño, además de la muerte, sentía una perturbación en el ámbito, la sensación de muchos cuerpos diminutos quitando sustancia al aire.
Intranquilo, dijo:

—Señores, deben sacar al muerto, no quiero problemas.

Los hombres lo miraron. Él miró sus figuras sin vértice, suspendidas en el fondo de un sueño. Y metido en el silencio el muerto, persistente con sus ojos abiertos.

—¿Qué hacemos? —dijo uno.

—No lo quiero aquí —arremetió el dueño.

El líder se acercó y le puso una mano en el hombro. Luego señaló el exterior y dijo con lenta voz, impregnado de veneno:

—Esta tranquilidad es falsa, ¿no lo sabe?

El campo amplio e inerte. En los límites de un marco las nubes, la tibia línea del horizonte. Los hombres, al unísono, como borregos a la contemplación. Y el vacío que iba del paisaje a sus cuerpos.

—Aquí no pasa nadie. Sólo extraviados como ustedes —dijo el dueño, manoteando.

—Entonces tendrá que acompañarnos.

—¿A qué?

—A dejar al muerto.

El dueño iba a replicar pero percibió en el otro un movimiento, una mano hurgando entre las ropas. Brilló la boca de una pistola. Ésta fue tocada por la luz y osciló lentamente, advirtiendo. El dueño sintió un abismo frente a él y, sin asentir del todo, se apartó unos pasos. El líder fue por los restos de cerveza y los bebió de un trago. Sonrió.

—Vamos —dijo.

Los hombres sujetaron al muerto por los pies y por las manos. Su reposo había dejado una mancha uniforme de sangre. Y sobre ella una mosca, su ávido aleteo. Espantaron a la diminuta y, a una señal, caminaron hacia la puerta. Dos de cada lado y el líder al frente de la procesión; atrás el dueño. Pesaba la muerte en el hombre y lo sujetaron con fuerza del pantalón y la camisa. El triste bamboleo dejaba un reguero de sangre en el suelo. El dueño imaginó el lento arrastre de un toro, la derrota del cuerpo, los belfos dejando su huella en el ruedo. El descampado en vivo amarillo por el polvo. Algunas huellas de animales. A lo lejos los tejados de unas casas. Los ojos bajo los
sombreros, por el declive del sol, una ceniza apagada.

—Vamos al matadero —dijo uno.

—Tenemos una oportunidad.

—Apurémonos.

El líder, con un dedo en sus labios, los calló. La procesión se detuvo. Oteaba el horizonte. No había ni un ruido, pero el dedo seguía ahí. Vacío de sangre el muerto, por el recorrido, por tanta espera. Como corderillo entre los hombres, los ojos abiertos al cielo.
—Escuchen —murmuró y dura la quijada, una piedra. Un poco de viento en el polvo. Nubes entre las piernas. Las botas en el amarillo, sus puntas rojas. Un cuervo en círculos sobre todos, sobre ellos como una corona. Para el cuervo toda la atención de los hombres, a las plumas que dejaba, a su grajeo. Y el ave se perdió y los hombres volvieron al nervio:

—No es nada.

—Es sólo el pájaro.

—¿El mismo de antes?

—Quizá sea una señal.

—Es probable.
—No pasa nada.

—Sigamos caminando —dijo el líder.

El calor había menguado pero aún encandilaba. El resplandor vespertino sobre las piedras. Los hombres sudaban, dejaban sombras filosas. Sentían que cada paso, cada respiración, era un anzuelo. El dueño caminaba tras el líder, a un par de pasos, tras la penumbra que proyectaba su espalda. ¿Hasta dónde llegarían? Porque más allá de las casas no había nada. Un barranco, más tierra amarilla, un sembradío de cadáveres, no sabía. Sólo los que merodeaban tras la ventana, los que entraban al bar y luego se iban. Bajó la vista y se encontró con la pistola enfundada en la cintura del líder. Tan atento estaba al silencio, a la esquiva señal que no llegaba, que no atendía otro peligro. El dueño alargó la mano y con veloz movimiento lo desarmó. El otro sintió la ausencia y descargó con furia el puño. Pero el dueño estaba fuera de su alcance y el puño en el aire, de vuelta, como cosa imperfecta, inacabada. Intentó un nuevo embate, pero la pistola, su boca donde había estado la luz, sosegó al belicoso. La única violencia era la del sol, tras él, que lo coronaba. Los hombres detuvieron la marcha y sus voces bajo los sombreros, apagadas, como desde el fondo de una botella. El dueño aquietó las voces ladeando la cabeza. Pero entonces los hombres dejaron caer al muerto. Un ruido seco, el del cuerpo en el suelo. Y mientras la visión, mientras el caído encontraba su natural curso, los hombres desenfundaron sus armas. Brillaban todas. Todos con resplandores en las manos. En semicírculo los otros, en dirección al dueño, apuntando. La desventaja era clara. El líder le sonrió a la manada que se regodeaba pensando en el solitario, en su final en esa tierra de nadie. De nuevo el abismo para el dueño. Pero esta vez cerró los ojos para conocer la oscuridad que lo esperaba. Desgranaba entre temblores una oración cuando escuchó el silbido de las balas. Y sus captores, como soldados de plomo, de un solo embate cayeron. Algunos boca arriba, otros de costado, como barcos encallados. Las ropas pronto anegadas, abrevando en la sangre; también las botas, los brazos. El dueño se agachó y miró alrededor. Nada había cambiado. La desolación del cielo, naranja por la ruina del sol. Se acercó a los silenciosos, a la ofrenda de dispersos sombreros. Los cuerpos, a la distancia, como los peces después de la red, con las bocas abiertas. Y con el primero compartían, además del silencio, la mirada en el cielo. El dueño miró la sangre que manaba y que aquietaba el polvo. Estuvo un rato pensando, las manos con nervio, el gesto. A lo lejos la puerta del bar, el perfil de las mesas y los vasos ahogados por la penumbra. Entonces, aguijoneado por la codicia, comenzó a esculcar a los caídos. Hurgó en las camisas, en los pantalones, en las botas. Tuvo particular cuidado con el líder, cuyo cráneo había sido limpiamente perforado. Y en el afán la sangre en las manos. Contó varios billetes, opacas monedas; incluso un anillo. Los dejó bien esquilmados. Un destello en sus manos era la sangre. Tan abundante que goteaba.

Alzó las manos y las miró, leves hojas, a contraluz. Miró el bar y deseó estar ahí, frente al mazo de cartas, parpadeando. Y de vez en cuando, por la ventana, como en irremediable noria, los merodeantes. Una línea en el cielo dibujó un cuervo. Tuvo presentimiento de algo en el aire. Olisqueó sus ropas. Lentamente comprendió y trató de limpiar la sangre de las manos. Pero sus esfuerzos fueron en vano y más cundido quedó: el cuerpo todo de diablo. Y el rojo corría como agua entre los dedos. Aguzó la vista. Un brillo a la distancia. Y esperó, paciente, el trueno.