Narcoliteratura (¿De qué más podríamos hablar?)

 

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En 2009 Teresa Margolles escogió como título de su exposición en la Bienal de Venecia una pregunta desafiante: ¿De qué más podríamos hablar?, respondiendo así a los comentarios anticipados en México donde una buena parte de críticos y el público en general se muestra desde hace algún tiempo cansado de la hiperexplotación del tema narco. La narcocultura, durante décadas considerada una subcultura limitada a la frontera y la zona norte del país —tradicionalmente ligada a la producción y tráfico de estupefacientes— desde los años noventa ha llegado a instalarse en el pleno centro del mainstream cultural mexicano. La normalización y comercialización de la narcocultura en los medios, las artes visuales y la literatura en este periodo marcha de modo paralelo con la “fronterización” de México en la esfera política, donde el negocio del narco, la violencia y la corrupción política que lo acompaña se empieza a evidenciar en el resto del país. Los conglomerados mediáticos, Televisa y TV Azteca convierten la cobertura del protagonismo del narcotráfico y escándalos políticos relacionados en uno de los ejes del espectáculo informativo de la televisión mexicana finisecular; en el campo de las artes plásticas los artistas como Teresa Margolles, Lenin Márquez y Ricardo Delgado Herbert empiezan a explorar la dimensión estética de la narcocultura y la violencia que la acompaña; mientras que la maquinaria mercadotécnica de conglomerados editoriales como Planeta, Alfaguara, Mondadori y Tusquets, entre otros, que en los últimos años de los años noventa “descubrieron” la literatura del norte como el nuevo sabor de la literatura mexicana, comienzan a empaquetar para la venta tanto doméstica como trasnacional la narconarrativa mexicana como la más reciente expresión de la exótica barbarie latinoamericana.

Conforme crece la representación de este tema en diversos medios del mainstream cultural aumentan también las críticas que, por lo general, toman forma de breves notas periodísticas que repudian la actual comercialización y sobrerrepresentación del tema, que cabe señalar, décadas atrás ya había ocurrido en el caso de los narcocorridos y el narcocine, que se comercializaron al margen del mainstream cultural, sobre todo, entre la población del norte y los inmigrantes. Se alega que el exagerado interés en el tema narco y su comercialización legitiman este negocio ilícito, promueven la violencia y contribuyen a la mala imagen del país en el extranjero. Dichos argumentos han sido usados, por ejemplo, por funcionarios culturales de Tamaulipas que en ocasiones han censurado la muestra de pinturas de Ricardo Delgado Herbert, difícil de entender dada la feroz caricaturización de la figura del narco en sus cuadros. Argumentos parecidos han sido empleados por varios críticos de Teresa Margolles, entre ellos Avelina Lésper, quien desacredita el proyecto artístico de Margolles tanto en su dimensión ética como estética.

En cuanto los comentarios que conciernen a la cobertura mediática, Enrique Krauze en su artículo “En defensa de nuestra imagen” publicado en Proceso en 2009, critica los medios impresos del país por su cobertura sensacionalista del tópico, especialmente la insistencia en las imágenes sangrientas que, según el autor, proveen publicidad gratuita para los cárteles. En el campo literario los reproches y lamentos más frecuentes vienen de parte de escritores que fungen como críticos culturales. Así, Rafael Lemus en “Balas de salva. Notas sobre el narco y la narrativa mexicana” publicado en Letras Libres en 2005 lamenta la calidad inferior —folclórica y costumbrista— de la narcoliteratura; Sergio González Rodríguez en “Narcoliteratura mexicana” publicado en 2009 en el diario Reforma estima que hasta la fecha no se han dado novelas verdaderamente capaces de captar el impacto del narcotráfico sobre la sociedad mexicana. González Rodríguez —autor de un conocido libro sobre las muertas de Juárez— espera que las obras sobre lo narco “se beneficien más de la lejanía temporal, que de la urgencia de registrar un presente vertiginoso”, pues, alega, esa lejanía benefició e hizo posible la novela sobre la Revolución mexicana. Por su parte la autora española Lolita Bosch en “Contar la violencia” publicado en El País en 2009 resalta la abundancia de la representación literaria del tema narco en México, pero propone la novela colombiana de Evelio Rosero Los ejércitos (2006) como un singular ejemplo de acercamiento ético a la representación de la violencia, “una perspectiva que en México todavía echamos en falta”. Por último, Héctor de Mauleón en su columna en Milenio en 2010 se pregunta sobre la ausencia de la gran novela de narcotráfico en México: “¿Dónde está la obra literaria que cuente las narcofosas del modo en que Mariano Azuela describió en el otro siglo la panorámica de un mundo en llamas?”; y su pregunta hace eco en una nota de Christopher Domínguez Michael en Reforma, quien señala que es poco probable que surja un Azuela de la narcoliteratura mexicana pero por lo pronto sugiere que la prosa “depurada” y “lírica” de Yuri Herrera representa la cumbre de esta narrativa, “menos que un principio, [es] el fin de un camino: el imperio narco reducido (como sólo la buena prosa puede y debe hacerlo) a la mirada falsamente idiota de un bufón arrimado al palacio”. El crítico propone que Trabajos del reino (2004) y Señales que precederán el fin del mundo (2009), de Herrera, son novelas que sobrevivirán el paso de tiempo ya que por la calidad de su propuesta literaria se distinguen de las “noveluchas prescindibles” que “irán perdiendo toda relevancia cuando se hable de México en los tiempos de las guerras del narco”. Son este tipo de comentarios que quisiera problematizar aquí para advertir que a pesar de la calidad muy variable de la narconovela señalada por los críticos citados —el descriptor “narconovela” lo uso no de una manera peyorativa sino simplemente para describir una modalidad literaria que aborda directa o indirectamente el mundo relacionado con el narcotráfico y la droga— es precisamente en el ámbito literario donde se registra la exploración más rica y compleja del fenómeno narco que se aborda desde una variedad de géneros literarios, perspectivas narrativas y posturas ideológicas [1].

El atractivo literario del tema narco es obvio no sólo por su vigencia sino también por la inherente cualidad ficticia de este mundo: las vidas enigmáticas de los mafiosos, la colusión entre el poder político y las mafias, fortunas fabulosas y mujeres apetitosas, la violencia desbordada que compite con la que se ve en el cine global, así como los eventos reales tan alucinantes como la revelación de que los reos del Cereso de Gómez Palacio en Durango salían regularmente por la noche para matar —con las armas de sus custodios— a los integrantes de grupos criminales rivales. Este tipo de eventos, junto con las coreografías mortuorias ideadas por los sicarios: decapitaciones y mutilaciones donde a veces las cabezas cortadas terminan rodando en una pista de baile, o la cabeza de la esposa asesinada de un capo del narcotráfico se entrega a su marido servida al estilo bíblico, o la historia de un “pozolero” que disuelve en ácido a más de trescientas personas asesinadas, parecen confirmar el viejo cliché de que en América Latina la realidad rebasa a creces la ficción, y de que en México el arcaico realismo mágico —la representación “natural” de la desbordada realidad del continente— se ha visto reemplazado por un nuevo (narco) realismo mágico. Si bien desde la perspectiva de aquellos que no conocen bien la trayectoria histórica de la narconovela ésta puede parecer un suceso nuevo en la literatura mexicana —efectivamente una invención del mercado editorial de los últimos diez años—, es importante recordar que esta modalidad literaria tiene una larga trayectoria histórica y surge en Sinaloa en 1967 con la publicación de Diario de un narcotraficante de Pablo Serrano.

Desde su incepción la narconovela se gesta como parte inherente de la literatura regional, publicada exclusivamente en las pequeñas editoriales locales con nula circulación fuera de su zona de origen. Sus exponentes principales en Sinaloa son Élmer Mendoza, con sus dos primeras obras pseudo testimoniales, Cada respiro que tomas (1992) y Buenos muchachos (1995); y Leónidas Alfaro, con el primer narcobildungsroman mexicano, Tierra Blanca (1996), novelas que humanizan a los traficantes y explican cómo y por qué alguien se convierte en narco. En Sonora, Gerardo Cornejo, en su Juan Justino Judicial (1996) relata la historia del corrupto y temido policía y borra toda diferencia entre los narcos y los representantes de la ley. Dichas obras constituyen ejemplos de una literatura regional antihegemónica que se escribe no sólo en oposición al discurso oficial, que por un lado demoniza a los traficantes mientras que por otro saca provecho de este negocio ilícito; sino también en oposición a la cultura canónica mexicana, urbana y cosmopolita. Este carácter estrictamente regional de la narconarrativa cambia en los últimos años de la década de 1990 cuando los grandes conglomerados editoriales, como también un poco más tarde las pequeñas editoriales independientes españolas, Almuzara y Periférica, empiezan a promover la narcoliteratura mexicana, en perfecta sincronía con el momento histórico en que crecen el poder y la visibilidad de los cárteles mexicanos y recrudece la narcoviolencia. Las editoriales transnacionales literalmente desterritorializan ese tipo de literatura regional y empiezan a publicarla y difundirla fuera del norte. Una vez acogida y promovida por sistemas mercadotécnicos de los conglomerados editoriales la narconovela se convierte en una modalidad literaria “desterritorializada”, practicada ya no sólo en el norte (Orfa Alarcón, Leónidas Alfaro, Julián Herbert, Élmer Mendoza, Eduardo Antonio Parra, Hilario Peña, Víctor Hugo Rascón Banda, Juan José Rodríguez, Heriberto Yépez) u otras partes de México (Homero Aridjis, Bernardo Fernández Bef, Carlos Fuentes, Sergio González Rodríguez, Mario González Suárez, Yuri Herrera, Martín Solares), sino también fuera del país donde sus más destacados exponentes hasta la fecha han sido el autor español Arturo Pérez Reverte con su versión romantizada y folclórica del narcotráfico, La Reina del Sur (2002) en la cual sucumbe a la seducción del mito del narco sinaloense como un bandido social, más moral que los malvados representantes del poder; y Don Winslow quien, en su impecablemente investigada, El poder del perro (2005) denuncia rabiosamente la turbia complicidad estadounidense con el narcotráfico mexicano y colombiano, inherentemente vinculado con su política global de neutralizar la guerrilla izquierdista en América Latina. En un thriller político que se mueve con la rapidez del cine de acción, Winslow comprime décadas de la historia de narcotráfico en un par de años y un par de personajes ficticios construidos con tajos de historias reales de la vida de verdaderos capos de este negocio.

El interés de la industria editorial transnacional en la temática señala el valor mercadotécnico de dicha narrativa y constituye un factor decisivo en la proliferación, normalización y mainstreaming de esta modalidad literaria. Si bien no cabe duda de que esta industria ha jugado un rol preponderante en la promoción de la narcoliteratura —por la actualidad del tema que trata se supone, correctamente, que tendrá mayores posibilidades de venta que, digamos, la literatura experimental, exquisita— el factor mercado y el éxito comercial no supone automáticamente una calidad literaria inferior, la tesis que desde hace por lo menos una década sostiene la cultura canónica. Incluso un repaso veloz por el vasto panorama de la narconarrativa mexicana revela la existencia de una variedad de propuestas estéticas y políticas y, por supuesto, una variable calidad literaria Así, por ejemplo, Héctor Aguilar Camín en La conspiración del futuro (2005) explora el nexo entre las mafias y el sistema político; Juan Villoro en El Testigo (2004) el poder del narcotráfico en la política e industria de entretenimiento. Homero Aridjis en La santa muerte (2004) vaticina un México dirigido por los Cárteles Unidos, una propuesta que desde la perspectiva actual no se antoja futurista. Élmer Mendoza en Balas de plata (2008) y Juan José Rodríguez en Mi nombre es Casablanca (2005) emplean una especie rara, el policía honesto que se enfrenta al poder narco, mientras que en El Gringo Connection (2000) Armando Ayala Anguiano expone la futilidad de la lucha contra la droga y a través de la voz de uno de su personajes propone la legalización como la única salida del laberinto de violencia, inseguridad e impotencia.

En cuanto la exploración estética de cómo acercarse al mundo narco, Bernardo Fernández Bef, por ejemplo, escribe su Tiempo de alacranes (2005) como un roadmovie centrado en el personaje de un narcogatillero desencantado que se niega a continuar matando. Yuri Herrera construye su Trabajos del reino (2004) como una fábula narco que narra la rebelión del corridista, El Artista quien, en vez de ensalzar al capo que lo contrata, compone un corrido en el cual desenmascara la impotencia sexual del mismo. Sergio González Rodríguez en El vuelo (2009) evoca el ambiente del narcomundo desde las alucinaciones narcotizadas de su protagonista, mientras que Juan José Rodríguez en Asesinato en una lavandería china (2001) imagina vampiros narco en el puerto de Mazatlán.

Dos trabajos recientes que ofrecen una manera más novedosa de acercarse al fenómeno son Al otro lado (2009) de Heriberto Yépez y Perra Brava (2010) de Orfa Alarcón. Yépez desmantela el mito que desde hace décadas circula a nivel popular y oficial, de que México no es un país de consumidores de droga, sino simplemente un país que “surte lo que los gringos piden”. El autor desmitifica esta tesis demagógica para mostrar que México es también un país de usuarios. El otro lado del título de la novela trasciende el obvio referente geográfico para referirse simultáneamente al otro lado de la razón, el limbo de delirio en que divagan los protagonistas adictos al phoco, una droga sucia que literalmente se cocina con residuos tóxicos que contaminan la ficticia Ciudad de Paso en que se desarrolla la novela. El otro lado geográfico de la frontera y la bonanza que promete se muestran en la novela como un espejismo inalcanzable, una mentira fácilmente sustituida por un shopping mall del lado mexicano de la frontera donde el protagonista principal, el coyote Tiburón, abandona a sus “pollos” haciéndoles creer que ya ingresaron al sueño americano.

Si bien el uso de droga ha figurado con cierta frecuencia, desde la literatura de la Onda para adelante, sólo dos autores, Heriberto Yépez y Julián Herbert han tocado este tema de una manera más bien política. Yépez pinta un cuadro apocalíptico de la frontera y a México como un país que vive literal y metafóricamente en un delirio narcótico, mientras que Herbert en su Cocaína. Manual de usuario (2006) suspende toda referencia al tráfico y sus secuelas violentas para centrarse en los placeres y demonios de la drogadicción, pero también es importante, para señalar que los discursos contemporáneos en torno a la droga, prohibicionistas y moralistas, parecen olvidarse de que hasta la instauración del acta Harrison en 1914, las farmacias recetaban drogas hoy en día ilícitas —cocaína, y derivados de heroína— como medicamentos legítimos, creando así dependencias y adictos entre las capas privilegiadas de la sociedad. Un acercamiento novedoso al tema se da también en Perra brava (2010) de Orfa Alarcón, la primera novela escrita por una autora mexicana que abarca el mundo, esencialmente masculino, del narcotráfico desde la perspectiva femenina. O quizá, sería más correcto decir que el narcotráfico constituye un telón del fondo sobre el cual se desarrolla la relación entre Fernanda, una estudiante de la UNAL y su novio, el joven capo de narcotráfico. Alarcón deliberadamente confunde límites entre la tan silenciada violencia doméstica y tan pública(da) narcoviolencia, la protagonista, que inicia como una “perra sumisa” del novio narco, fascinada y hasta excitada sexualmente por el poder que éste tiene, se convierte paulatinamente en la “Perra brava” —el título de la rola del grupo regiomontano Cártel de Santa, que da título a la novela— y deviene más fuerte y astuta que cualquier macho —el novio narco o el propio padre abusivo— que cruza su camino. La pragmática y cínica Fernanda —quien, a primera vista engaña con su apariencia de típica mujer trofeo que cuelga de la mano de tantos narcos en la vida real, guapa y vestida con ropa de marca— es uno de los poquísimos personajes femeninos que figuran como protagonistas de narconovelas donde, hasta la fecha, se han dado sólo dos personajes centrales memorables: la poderosa reina del narcotráfico, Teresa Mendoza de la novela antes mencionada de Arturo Pérez Reverte, y la sicaria femme fatal, Rosario Tijeras de la novela homónima del colombiano Jorge Franco Ramos.

Poniendo a un lado el tema que es la nostalgia de muchos lectores y críticos, incluyendo aquellos mencionados arriba, por las grandes novelas que abarcaran de una manera totalizante la sociedad contemporánea, en el caso mexicano el narcotráfico y sus secuelas devastadoras —tal como lo hicieron en su tiempo y en otro contexto histórico Carlos Fuentes en La región más transparente, Mario Vargas Llosa en Conversación en La Catedral, o Augusto Roa Bastos en Yo el Supremo— me aventuro a afirmar que la gran novela mexicana del narcotráfico se escribió hace ya diecinueve años. Se trata de la conmovedora y hondamente sentida Contrabando, escrita por el dramaturgo chihuahuense Víctor Hugo Rascón Banda que, cabe señalar, no ha merecido mención alguna por ninguno de los críticos previamente citados. Galardonada con el premio Juan Rulfo en 1991 pero inédita hasta 2009 cuando se publica en Planeta tras la muerte prematura de su autor, apareció en pleno auge de la narcoviolencia cuyas dimensiones épicas Rascón Banda ya había anunciado proféticamente hacía casi veinte años. Desde la distancia histórica de dos décadas, la novela se lee como una suerte de espeluznante memoria del futuro, una obra visionaria que presenta al narcotráfico como una tragedia griega de proporciones épicas donde las causas sociales, culturales e históricas de la violencia se entretejen con el destino trágico y universal del ser humano. La obra no es sólo brillante en su visión del narcotráfico como la gran tragedia mexicana sino también en cuanto a su realización literaria donde el autor ha logrado crear un género híbrido: novela-guión-poesía-obra de teatro-testimonio, que le permitió captar desde diferentes ángulos de narración las múltiples facetas de este percance nacional. La obra se construye como un texto polifónico, desde cada capítulo —como si fuera una tumba solitaria de Comala— habla un alma en pena que cuenta su historia y pide, en vano, la justicia. La microhistoria de cada hablante, por ende, refleja la macrohistoria silenciada de los pueblos del norte, históricamente más involucrados y afectados por el narcotráfico. Una fatalidad rulfiana y el pathos poético enmarcan la obra, las historias se cruzan y conectan, la última frase de cada capítulo abre nítidamente el relato que se narra en el próximo.

Rascón Banda forja la novela con trazos de realidad y elementos autobiográficos, él mismo aparece como protagonista en su rol de periodista y escritor. Es de él de quien sus interlocutores, campesinos y otros personajes desposeídos y desprotegidos de su pueblo natal Santa Rosa, esperan que por su calidad de letrado habitante de la capital denuncie y difunda públicamente las injusticias y abusos que sufren por parte de los policías y los narcos que, como afirman varios personajes de la obra, vienen a ser uno mismo. Al final de la obra, Víctor Hugo quien vino a Santa Rosa de Lima de Uruáchic para escribir en la tranquilidad de la finca de sus padres el guión para una película de Tony Ayala, una suerte de narcomelodrama, se ve avasallado por los hechos que presencia —masacres, secuestros, abusos impunes— y de los cuales apenas logra escapar con vida. Su madre le aconseja al personaje:

Acá en Santa Rosa no hay ley que valga ni gente libre de culpa, dice mi madre. No quiero que vuelvas a pisar este pueblo. Si sientes deseos de vernos, iremos adónde tú estés. Acá no se sabe quién es quién. Además, tienes una mirada extraña y una pinta que te perjudica, tiene razón Damiana Caraveo cuando dice que miras como un narco o como judicial, que para el caso es lo mismo. Y además vistes como ellos. No vale la pena que corras el riesgo, no quiero perder un hijo. Ya te encomendé a Santa Rosa de Lima y te entregué a ella. Olvídate de lo que viste y escuchaste acá. Haz de cuenta que fue una simple pesadilla”. (Contrabando, p. 209).

Pero él decide no seguir el consejo y, en su lugar, cumple con su deber social, y escribe el libro de denuncia. El autor no sólo relata testimonios escuchados sino que también problematiza de una manera autorreferencial dos asuntos claves relacionados con la representación literaria del narco: la posición ética del escritor frente al material que presenta y la búsqueda de un género literario idóneo para captar el sentido de la tragedia individual y colectiva del narcotráfico mexicano. El hecho de que a veinte años de distancia la novela no sólo ha pasado la prueba del tiempo sino que parece aún más vigente hoy que en el tiempo de su escritura, es otra prueba de su calidad perdurable. Vivida y sentida desde adentro, desde el privilegiado conocimiento de un escritor oriundo de la zona de Chihuahua en que se desarrolla la trama y desde la destreza técnica de un dramaturgo, la visión épica y profundamente ética del narcotráfico de Rascón Banda, como un destino maldito de los pueblos del norte y una inevitabilidad histórica, difiere radicalmente de aquella brindada por los autores del centro, en particular de aquellos que se acercan al narco a partir de la representación en los medios, la nota roja o los mitos perpetuados en los corridos.

Contrabando también supera la tan divulgada, cínica y moralmente problemática La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo, aclamada tanto por la crítica mexicana como por la internacional, como la gran novela del sicariato y el narcotráfico. La postura absolutamente ética de Rascón Banda, la fuerza poética del drama que tan hábilmente maneja, expone la novela de Vallejo como una obra “hueca”, escrita desde la arrogancia irritante del intelectual letrado que se vuelve cómplice de la violencia y se deleita con los asesinatos azarosos perpetuados por los jóvenes sicarios, presentados por el autor como ángeles de la muerte y portadores de una violencia sublime y romantizada que purifica, mediante la destrucción, un país corrupto.

El ya abundante corpus de la narconarrativa mexicana, para los que sepan leerla, representa un lugar privilegiado para estudiar cómo el narcotráfico afecta el imaginario nacional, y de qué manera las percepciones literarias del mismo entran en conflicto o diálogo con discursos locales y globales sobre este fenómeno. En su conjunto, dicha narrativa, por encima de las diferencias estéticas, éticas e ideológicas, ofrece testimonio de la prevalencia en la sociedad mexicana de lo que Rossana Reguillo llama la cultura de la ilegalidad, un entorno social en el cual la corrupción, la impunidad y la relatividad ética —practicadas inclusive desde las cúpulas del poder— se han convertido en el marco (in)moral y la norma de la sociedad.

En cuanto a su recepción entre el público, el éxito de la narcoliteratura, tanto ficción como no ficción se podría atribuir no sólo al morbo que inspira el tópico en el llamado ciudadano decente, deseoso de asomarse a la vida de aquellos que viven al otro lado de la ley; sino también porque satisface dos deseos contradictorios en el lector. Por un lado, ofrece catarsis por la ventilación pública (y en muchos casos la denuncia), de ciertos eventos escamoteados o negados por el discurso oficial. Y por el otro, me atrevería a decir, satisface un deseo secreto de protagonismo criminal donde por lo menos hasta que dure la lectura, el “ciudadano decente” —cuya vida diaria está marcada por la impotencia frente al poder del estado, la corrupción y la violencia— desde la seguridad de su casa se sumerge en el mundo prohibido del hampa.

Si bien no cabe duda de que las editoriales transnacionales han jugado un rol crucial en la proliferación y popularización de la narconovela, el periodismo cultural mexicano debería superar su rechazo instintivo del mercado y emprender un análisis que no se quede paralizado frente al fenómeno comercial mientras lamenta una y otra vez la ausencia de la gran novela del narcotráfico. La repetición circular de argumentos familiares a todas las reseñas de la narconarrativa no ayuda a entender el significado de este fenómeno ni siquiera tan nuevo en la literatura mexicana. Para avanzar el debate es necesario emprender una lectura mucho más analítica que vaya a través y más allá del mercado, y que indague en la problemática que esbocé más arriba.

Tomo prestadas palabras de Francine Masiello en el contexto del bestseller femenino en América Latina, en las condiciones que rigen actualmente la industria cultural donde el mercado juega un rol que ya no se puede desestimar, se requiere por parte de los críticos una lectura “que no se detiene meramente ante las puertas del éxito comercial y la fanfarria colectiva, que sobrepasa nuestras fantasías mojigatas de una existencia estética fuera del consumo”. Se trata de una lección que bien deberían considerar los críticos mexicanos que llevan por lo menos una década desconcertados frente al fenómeno de la narcoliteratura.

[1] El boom del tópico narco es particularmente evidente en la proliferación de las que denomino publicaciones “relámpago” del periodismo investigativo y la crónica (roja) novelada, que con una rapidez asombrosa responden a los eventos y escándalos más difundidos en los medios. Así a menos de un año de captura de la coqueta Sandra Ávila Beltrán —la apodada Reina del Pacífico— aparecen dos libros dedicados a su caso: la entrevista de Ávila con el renombrado periodista Julio Scherer La Reina del Pacífico. Es la hora de contar (2009) y la crónica novelada de Víctor Ronquillo La reina del pacifico y otras mujeres del narco (2008). Javier Valdez, autor de Miss Narco (2009) también aprovecha la centralidad de la noticia de la captura de Nuestra Belleza Sinaloa 2008, Laura Zúñiga, en compañía de unos integrantes del cártel del Golfo. En el campo del periodismo investigativo se destaca Ricardo Ravelo con hiperproducción de libros sobre el tema narco: Osiel, y Cártel de Sinaloa aparecen en 2010; La herencia maldita, Crónicas de sangre, y Los capos en 2007, y Narcoabogados en 2006. Cabe señalar que todos los libros mencionados son publicados por las mismas editoriales transnacionales que promueven la publicación de narconovela.

 

Monocromo

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Fotos: Monocromo

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Desde el principio, Monocromo se conformó como una red de trabajo entre distintos colabo­radores para la creación de un producto central: la publicación de un objeto editorial de manufactura usual­mente artesanal.

Con tres años de historia y quince números editados en los que han colaborado alrededor de cien artistas de Michoacán y otras ciuda­des de México y el mundo, Monocromo ha logrado publicar un gran número de propues­tas, disciplinas artísticas y formas de creación que convergen en un punto específico.

Monocromo se inclina por la autoproduc­ción, ya que además de reducir los costos, permite el control total sobre los resultados. Un proceso como éste conlleva un trabajo que se ejecuta a mano, desde marcar los soportes y realizar suajes hasta la impresión serigráfica  de las portadas, por ejemplo, así como la im­presión/reproducción del contenido.

Los editores de Monocromo, Tania Chávez, Paulina Morales, Paloma Gamiño, Francisco Zúñiga y Miguel Ángel Herrera se reúnen a discutir y presentar propuestas sobre cómo será el próximo número cada que llega el momen­to de pensar en ello, ya que tanto el contenido como el formato de la publicación cambian de manera constante.

Los trabajos que se publican giran en tor­no a las formas del arte gráfico y a la relación que éste tiene con otras ramas artísticas como la literatura, la fotografía, la música, el video o la intervención de soportes.

Los métodos clave de operación son la au­toedición y la autosustentabilidad, que ofrecen libertad en cuanto a contenidos, diseño y for­mato, siendo este último un aspecto de vital importancia, puesto que una de las principales características del proyecto es la experimenta­ción a partir de los formatos de presentación tratando de no estancarse en un modelo es­tándar establecido (revista, periódico, libro).

La intención de cada número es que el for­mato sirva al contenido y tenga relación con los trabajos, a la vez que potencia el enten­dimiento del producto editorial a manera de objeto.

Así, el contenido de Mo­nocromo puede estar dentro de una caja de cartón com­primido, trípticos de cartón corrugado, sobres de papel o fundas de cartulina, por mencionar algunos de los empaques que se han realizado hasta la fecha.

Una vez que se tiene la idea general para un nuevo número, se procede a la recopila­ción de trabajos que se publicarán mediante una convocatoria abierta o a través de invita­ciones específicas a artistas que realizan obra considerada acorde al concepto del número en cuestión. La selección responde únicamente a los criterios de los editores y no a intereses externos.

A la par se proponen materiales que se uti­lizarán en la factura y las formas de impresión tomando en cuenta los costos y la practicidad. Se realizan dummies con las propuestas ver­tidas por los cinco editores del proyecto y se llega a un consenso para utilizar la que resulte más efectiva y viable a realizarse.

Para el diseño gráfico de cada número Monocromo se encarga de comisionar a un ar­tista específico que realizará los gráficos complementarios: portada, logotipo, stickers informativos, hojas de contacto de los colabo­radores, entre otros, con la intención de que estos elementos tengan una coherencia de uni­dad con el contenido.

La serigrafía casi siempre ha significado la manera más eficaz de plasmar las porta­das sobre los empaques, ya que prácticamente se puede serigrafiar sobre cualquier soporte. Esta forma de intervención ha distinguido al proyecto desde el principio, e inclusive ha re­basado a las portadas de los números: se han intervenido materiales nuevos o encontrados a manera de contenido en algunas ocasiones (un ejemplo es el número 7: intervención de perió­dicos Excelsior de marzo de 1976).

La impresión y reproducción de los trabajos varían para cada número, pero algunos de los métodos que más se han utilizado por su prac­ticidad y eficacia son fotocopias, impresiones láser o grabación de CD’s o DVD’s. La selección de cualquiera de estos recursos se hace toman­do en cuenta las necesidades y características del proyecto específico de cada edición.

Una vez que está listo el producto final, la presentación al público del número repre­senta una de las actividades fundamentales, ya que tiene como objetivo, además de dar­lo a conocer, desarrollar actividades en las cuales participen los editores y los colabora­dores de la edición, creando así exposiciones, proyecciones, festivales o presentaciones au­diovisuales alternas que complementen al proyecto editorial.

Monocromo ha podido tener acceso a si­tios culturales importantes, como el Centro Mexicano para la Música y las Artes Sonoras (CMMAS), Galería La Mano Gráfica y Casa de la Cultura de León, Guanajuato, por ci­tar algunos, que difícilmente hubieran podido ser conseguidos de manera individual por los participantes.

Es importante apuntar que proyectos simi­lares a Monocromo, es decir independientes y autosustentables, son los principales provee­dores de espacios para la difusión del proyecto. Estos foros, tiendas de arte y galerías, a pe­sar de tener otra orientación, persiguen el fin común de la difusión del trabajo creativo: brindar y crear espacios de libre acceso. De esta manera se forma una red de cola­boración constante con estos espacios como terreno siempre disponible para presentar todo tipo de propuestas y extender el al­cance del proyecto.

Todo este proceso, necesa­rio para el desarrollo y edición de Monocromo, requiere de una exigencia de trabajo por parte de los editores y por lo ge­neral esta inversión no es remunerada (y no se busca que lo sea); se entiende de antemano que hay un objetivo más allá del mero hecho de hacer un proyecto editorial lucrativo.

La edición independiente ha sido perma­nentemente un salto al vacío, un movimiento que se ejecuta siempre hacia un punto ciego donde el futuro del producto es incierto, ya que su eficacia mercantil está en duda por sus bajas expectativas comerciales, y su enfoque tiende más a la generación de nuevas conexio­nes y procesos culturales.

Puedes seguir el proyecto Monocromo en Facebook  https://www.facebook.com/pages/Monocromo/169158153135138

Retrato de familia

Nosotros tres y el bebé, 1981.

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Lacan murió el día en que yo nací. No es cierto, en realidad fue dos meses antes, el 9 de septiembre de 1981. Pero el dato es igualmente importante porque esa figura marcó en definitiva la conformación de mi familia. En el archivo fotográfico, este sujeto aparece más de una vez a lo lejos, en el último plano, como un fantasma. Una especie de Alfred Hitchcock que cruza parcamente la escena, y aunque no siempre es visible, sabemos que está ahí.

La primera fotografía en la que aparezco con mi familia más cercana, se tomó dos días después de mi nacimiento. Cada vez que la veo pienso que se trata de la imagen de una molécula cuyos cuatro átomos permanecieron estabilizados por enlaces químicos: uno iónico entre mis padres y otro covalente que dio por resultado a mi hermano y a mí. Una molécula que, como todas las demás que existen, lleva consigo la memoria de sus ancestros y se revela en los rasgos de sus protones y electrones; que se repite al infinito en el tiempo distante y que puede reproducirse hacia el futuro. El germen de una genealogía. La fotografía ejemplifica a una típica familia de cuatro, que mi madre tituló para su reconocimiento en el archivo como: “Nosotros tres y el bebé”.

Ellos ya eran un “nosotros”, una molécula simple, antes de que yo llegara al mundo, aunque la idea de un cuarto integrante no parece haber sido un problema. Los tres sonríen amablemente mientras el bebé toma jugo de manzana de una mamila; parecen aliviados porque papá llegó a tiempo a la toma, luego de poner la función automática de la cámara. Mi hermano sostiene una hoja seca entre las manos, un objeto que me resulta difícil de explicar en el entorno visible: el periódico del día, un juguete, una planta que no corresponde a esa hoja. Pero su sonrisa traviesa lo delata, lo que sostiene es una especie de reliquia. Con ella, creo, festeja el dualismo entre la muerte y la vida, el fin de un ciclo, de una estación, y el inicio de otra. Esa nueva época en la que nos convertimos en cuatro y en la que había muerto Lacan.

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Mamá, Consultorio Culiacán 33, circa 1981.

Uno de los sistemas más antiguos de registro mnemotécnico que existen son los quipu. Unas magníficas redes con cientos de hilos de diversos colores y tamaños, anudados unos a otros a una cuerda principal. Los sabios del imperio inca los utilizaban para llevar la contabilidad, cada color pertenecía a un universo semántico y cada nudo a alguna unidad de medida. Algunos investigadores sostienen que se trata de una forma de escritura o taquigrafía a través de la cual podían recordarse historias, canciones y poemas. Supongo que cabía ahí la familia. En alguno de esos nudos y colores se podían dejar guardadas para la posteridad fechas de nacimiento y muerte, tal vez parentescos, títulos, apelativos. Como sucede con los quipus, la fotografía familiar es también un ejercicio mnemotécnico. Un acto moderno de asociación mental que facilita el regreso de un recuerdo, pero a través de una imagen y no de un nudo.

Todas las familias son concientes de los problemas que acarrea en las siguientes generaciones el caos del archivo fotográfico y, al mismo tiempo, pocos son los que procuran un orden tal que, a futuro, no diluya a parientes en personajes desconocidos. Paradójicamente, este descuido va en sentido contrario a la intención más primigenia de la fotografía familiar, que no es tanto su posibilidad estética, sino su poder como documento evocativo. “Ponte ahí con tu hermana” es una de las frases más comunes del fotógrafo aficionado. “Sonrían”. Y asegurarse así de que recordarán unas vacaciones “increíbles”.

El primer fotógrafo aficionado comenzó una tarea que todos llevamos a cabo sin queja: continuar con la genealogía de imágenes anónimas que lleva reproduciéndose poco más de un siglo, ese registro detallado de nuestro paso por la Tierra. Porque todos tenemos la misma certeza cuando nos encontramos frente a una fotografía, esa inevitable nostalgia que se revela cuando estamos ante una imagen vieja: hemos muerto un poco desde el día de esa toma. Estamos atrapados frente al tiempo, como lo está quien sea que aparece ahí. La fotografía familiar, como la hoja seca que sostenía mi hermano, nos hace aparecer en una especie de limbo entre lo vivo y lo muerto. Y tal vez este fotógrafo anónimo fue quien dio la pauta para que todos los millones de álbumes familiares que existen tengan fotografías tan parecidas unas a otras —pasteles con velitas, parques, árboles de navidad, fondos paisajísticos, vestidos blancos. No hay ritual contemporáneo que escape a su registro, y tal vez seguimos haciéndolo por la misma razón por la que hacemos la mayoría de las cosas: los otros. La necesidad de tener nuestra propia versión y de constituirnos e identificarnos como una familia, lejos del resto.

Pero el fotógrafo aficionado se distrae constantemente y sus fotografías terminan señalando, más allá del ritual, un espacio que no es necesariamente el plano principal sino lo que está delante o detrás de éste. Esto quiere decir que incluye personajes y cosas que no debieran estar ahí, distracciones que el retratista profesional quitaría de cuadro en pos de una toma limpia. Detalles accidentales como la pelea tras bambalinas de los padres, mientras el mago hace sus trucos, el parecido entre el vestido de holanes rosas de una quinceañera y los cuatro pisos de su pastel de fresa, o el tío borracho conversando con una rana René de peluche. La fotografía de aficionados también sufre lapsus, es acto fallido, diría Lacan sentencioso. Yo sólo sé que en muchas fotografías familiares —todavía más cuando nos son familiares— es posible ver algo que tal vez no debería verse. Un plano al fondo, un objeto, una mirada. Cualquier detalle delata la verdadera profundidad de campo de una fotografía familiar.

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Mis padres, ambos, son psicoanalistas. Mamá es casi una disidente y papá sigue en las filas. A la hora de la comida, durante años, antes que escuchar problemas con el jefe, discusiones con la secretaria o los retrasos del proveedor, lo que había era un lenguaje cifrado que, en diversas configuraciones, jugaba con conceptos como: fantasma, súper yo, ego, Otro, transferencia, clausura del goce; paranoia, delirio, objeto del deseo, complejo de Edipo, prohibición; terapia, sujeto, frustración, psicosis, metonimia. Un diccionario del infortunio que tanto a mi hermano como a mí nos era absolutamente incomprensible e inaccesible, incluso hoy. Si me preguntan, coincido con Derrida cuando dijo que Lacan tenía que asumir la responsabilidad trágica que acarreaba pensar de esa manera; la responsabilidad, diría yo, de habernos puesto en ese laberinto sin salida, dentro de una teoría profundamente confusa, que casi todos los mortales interpretamos mal. El día que intenté enseñarle a usar YouTube a mi madre, le dije que ahí estaba todo lo que se le pudiera ocurrir, “es la biblioteca de imágenes en movimiento más completa que existe”. Me miró incrédula y pidió que buscara los seminarios de Lacan como prueba de ello. Y desde luego ahí estaban. Elegí uno al azar. Las palabras de este hombre atormentado, que hablaba con larguísimas pausas dramáticas, me sacudieron por ineludibles: “Hacen bien en creer que van a morir, por supuesto. Eso les da fuerza. Si no lo creyeran así, ¿podrían soportar la vida que llevan? Si no estuvieran sólidamente apoyados en la certeza de que hay un final, ¿acaso podrían soportar esta historia?”

Papá, Acapulco, circa 1984.

Como la mayoría de los hijos, recuerdo muy poco de la juventud de mis padres, cómo eran, qué pensaban; los padres sólo son jóvenes en las fotografías. Lo que sí tengo es esa mezcla de reminiscencia borrosa, una historia contada muchas veces y un poco del recuerdo ilusorio que se configura al mirar muchas veces la misma imagen. Es por eso que, desde que tengo memoria, he relacionado a mi padre con un autorretrato que se tomó en el baño de un hotel, durante un viaje a la playa. Mi hermano y yo nos quejábamos en eco al atardecer, mientras mamá nos untaba litros de Caladryl para las picaduras de moscos y litros de aloe vera para las quemaduras del sol. ¿Dónde estaba papá? Papá estaba en lo que Lacan llamaría el “registro de lo imaginario”, es decir, frente al espejo. Lavándose los dientes descubrió la ilusión óptica que se hacía entre los espejos y había ido sigilosamente por la cámara para tomarse una fotografía como quien desnuda su objeto de estudio en el trabajo de campo. Me imagino que papá entendía muy bien lo que hacía y no debe ser casual que la imagen sea un autorretrato, ni que no carezca de rostro, y mucho menos que en su repetición infinita se convierta en una imagen más vacía que omnipresente.

Pasé algunos años de mi infancia, y luego de mi adolescencia —cuando mis papás se divorciaron— jugando o haciendo la tarea en silencio porque mamá estaba atendiendo pacientes. La puerta de su consultorio se abría y se cerraba cada cincuenta minutos, poco después de que sonaba el timbre. Recuerdo los murmullos incomprensibles que salían de ese cuarto, parecidos a los que se escuchan en el confesionario de una iglesia. Me veo caminando de puntitas por el pasillo en busca de un vaso de vidrio para ponerlo sobre la puerta y tratar de escuchar qué pasaba ahí dentro. Pero que no cunda el pánico, no pude oír nada, no se escucha absolutamente nada afuera del consultorio de un psicoanalista. Para mí, ese lugar al que mamá entraba era una especie de caja con llave llena de secretos, ahí donde la gente contaba cosas que no quería decirse ni a sí misma, cosas que yo no podía saber ni compartir. Y cuando la puerta finalmente se abría, no quedaba rastro alguno de lo que ahí se había dicho. Sólo ese extraño espacio ahuecado dentro de casa, al que apenas me asomaba porque me parecía un portal que me llevaría a una dimensión desconocida.

Éste es el primer consultorio que mi madre tuvo sola. Mi papá tomó la fotogra- ¿Dónde estaba papá? Papá estaba en lo que Lacan llamaría “el registro de lo imaginario”, es decir, frente al espejo fía porque eso significa un logro profesional importante. En ella se ve a mi madre sentada al lado de una mesita en la que destacan las herramientas elementales del psicoanalista: estuche de anteojos, pluma y libreta de notas. Todo esto en lugar de un estetoscopio, un termómetro y un bloc de recetas. Detrás de ella está la biblioteca, que siguió creciendo al paso de los años y en la que alcanzan a verse decenas de libros, pero ninguno de Lacan. Sus seminarios todavía eran inconseguibles o muy caros a principios de los años ochenta, por eso reposaban en fotocopias engargoladas en el consultorio de papá, lejos de casa. Pero lo más importante es que la fotografía está tomada desde el lugar del diván. Por eso pienso que cualquiera que se sienta a mirarla por un rato —como me sucede a mí—, terminará contándole algo que nadie más sabía.

Yo, Roma, circa 1984.

Cumplo treinta años este invierno y hace apenas unos meses aparecieron ante mis ojos imágenes que se habían ido perdiendo en las mudanzas y montones de diapositivas que nunca nos sentamos a ver. Todo esto se debe a que mi hermano le enseñó a mi madre a usar un escáner de negativos, con lo cual se ha pasado más de seis meses digitalizando todo nuestro archivo familiar. Reúne casi veinte años, de 1976 a 1995, y cada semana, en el disco duro de su computadora, hay al menos diez fotografías que jamás había visto y otras treinta que apenas recordaba. Entre ellas aparecieron las del Parque México, un lugar en el que podría decir que está encapsulada buena parte de nuestra infancia. Yo seguía a mi hermano a todas partes y esa mañana fui tras él hasta el carrito de helados, creía que no iba a haber paleta para mí y me parecía una injusticia absoluta. Pero la orden era precisa: “no le des la paleta a tu hermana hasta que le ponga el babero.” Lo que es visible en la fotografía es esa inagotable paciencia que se requiere para explicar algo que el más pequeño nunca entiende. El ejemplo más claro que tengo son las divisiones. Los argentinos —país del que provienen mis padres— hacen la casita al revés y eso ordena todo de otra forma. Mi hermano resolvió sus dudas matemáticas por sí mismo y a mí las dudas me las resolvió mi hermano. El hermano mayor siempre lleva una carga que está por encima de lo que le toca. Una responsabilidad que los padres le imputan inevitablemente.

Pero la fotografía favorita de mi hermano es la de las Vestales, en Roma. Resulta que viajamos por el mundo cuando yo tenía tres años. Obviamente, no recuerdo nada. No he logrado volver a la mayoría de los lugares a los que fuimos y no tengo idea de si existirán más allá de la fotografía con fondo europeo, mi carriola y yo. La casa de las Vestales se cerró algunos años después de nuestra visita y reabrió apenas este año, en 2011. En el jardín, por lo que puedo intuir en las fotografías, quedaban pedazos de las estatuas de las Vestales y algunas bases vacías. Con mis precarios conocimientos de latín y un diccionario intenté transcribir y traducir algunas palabras sueltas de la inscripción en piedra. Al parecer, lo que se lee es un cuadro de familia. Una genealogía que recorre linajes, puestos políticos y la geografía que se debe atravesar para llegar a la Vestal que debió estar en ese basamento vacío. “Yo tomé la foto, pero tu papá te puso ahí.” Eso dijo mamá cuando le pregunté cómo me había subido.

Las niñas de entre seis y diez años que eran elegidas para ser Vestales y dedicar su vida a mantener encendido el fuego sagrado debieron tener una sensación parecida a la mía sobre esa piedra, algo a medio camino entre el miedo y el honor. La primera prueba que una de estas sacerdotisas debía pasar era la de la autonomía. Se les cortaba el cabello y se las suspendía de la copa de un árbol durante mucho tiempo para dejar claro que ya nada las ataba a la tierra y, sobre todo, que ya no dependían de su familia. Además, eran las únicas mujeres en Roma que tenían el estatuto legal de un hombre y esto, como es predecible, a través de Lacan significaría muchas más cosas, entre ellas, que estas vírgenes son mujeres fálicas. Muchas veces mi hermano me ha repetido que me cedió la progenitura. Algo hay de eso en la fotografía, los lugares están invertidos. Estoy en su lugar, y me atemoriza porque debo afrontar la idea de estar lejos de mi familia. El árbol que me sostiene es una base de piedra cuya inscripción me señala como un minúsculo punto más, sumado a una larguísima historia de nombres, guerras y lugares que hicieron posible que yo esté parada ahí. Pero a diferencia de las sacerdotisas en vida, abajo me espera mi hermano.

La figura del hermano, por suerte, está libre de estructuras psicoanalíticas. Es decir, aparece en la terapia —como todas las cosas y personas— a través de los padres, pero no tiene complejos per se, ni registros, ni fórmulas. Para mí y para mi hermano, Lacan murió el día en que yo nací. Y al parecer, desde aquel entonces nos hemos dedicado a construir una especie de burbuja a salvo del entorno de conceptos raros, espejos y secretos en el que crecimos.

Hermano, Parque México, circa 1983.

 

Nos atamos a una especie de quipu, que en quechua significa “nudo”. No sé qué pensarán mis padres de esto —Lacan dice que nos hacemos preguntas cuyas respuestas ya conocemos— porque buena parte de los objetivos del psicoanálisis tienen que ver con resolver esos nudos a los que estamos atados y que tejen nuestra vida, descifrar las trampas que nos pone el lenguaje y, a través de esa decodificación, descubrir lo que de nosotros se pone en juego en la imagen del otro. Es decir, tratar de enfocar aquello que está en el plano más borroso de la mente: el mentado inconsciente.

Pero mi hermano y yo decidimos atar nudos, como los quechuas, porque desatarlos es un acto peligroso y desconcertante, del que ambos hemos sido testigos, aunque no partícipes. Si no hay nudo se produce una nada y la gente que desata todos sus nudos y se enfrenta a ese vacío no vuelve a ser la misma, se pierde. Mirar fotografías viejas es un poco desandar el camino de la memoria, pero sin desatar nudos. Es tratar de enfocar aquello que se ha ido borrando, traer a cuenta cada uno de esos planos —desde el más distante hasta el más cercano— que se encimaron en el segundo en que se hizo la toma. En el caso de mi archivo familiar, cada fotografía tiene esa profundidad de campo desde la que siempre nos estará sonriendo el fantasma de Lacan.

Delhotel records: La música es gratis

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Delhotel records, la música es gratis” es un proyecto virtual que nació en Monterrey liderado por Roger Iván Cámara, “Bul” (Coatzacoalcos, Veracruz, 1981), un músico y productor. Sus orígenes se centran en la secundaria y el rap que salía de las bocinas de su grabadora; el detonante para comenzar a escribir letras y poemas con melodía a pesar de la falta de instrucción académica. Er Bender fue su primer grupo, formado con amigos de la preparatoria. Produjeron un disco de rock electrónico experimental y Bul hacía ensayos aurales con una computadora. En 2005 se convirtió en productor, un año después de haber grabado Eureka Sön, el primer disco con su grupo Album.

Los Beastie Boys fueron la fuente de inspiración para que Bul se convirtiera en ambas cosas, y con Odelay de Beck, Evil Empire de Rage Against the Machine y ATLiens de Outkast aprendió que el rap y el rock se podían mezclar, y que le gustaba la música que  no era fácil de etiquetar. Originalmente tenía cinco bandas, y por eso crearon un sello al que todas pertenecían. El nombre viene como extensión de una de ellas, Loby. Hace un par de años Delhotel pasó de ser un sello-virtual virtual a algo verdaderamente existente más allá de los discos que hacían.

La música es gratis viene de pláticas sobre el futuro de ésta. Discutían que “debería de ser gratis”, y llegaron a la conclusión de que “lo que cuesta son los cds”. Por lo tanto, cuando sacaran los cinco discos de las bandas de Delhotel, no sólo estarían como descarga gratuita en el sitio, sino que se crearía una página llamada lamusicadeberiadesergratis.com donde se compartirían esos álbumes sin costo alguno. En 2008 crearon una comunidad donde las bandas pueden subir sus discos para distribuirlos gratuitamente. Se trata de sobrepasar todos los sitios que se usan para compartir música, que por lo general piden teclear un email, algún código captcha o seleccionar entre “descarga rápida” y “descarga lenta” y todo eso que evita la practicidad de un solo clic.

La idea de compartir música de esta manera se dedujo de varios factores. Su futuro es ser completamente gratuita gracias a Internet y derivados. Sin embargo, la industria ha hecho muy buen trabajo para evitarlo. Otra razón es que la música es arte, y por eso merece ser compartida. Una vez Bul discutió con alguien que argumentaba que los museos cobran la entrada para ver todo el arte que contienen. Sin embargo, por lo general tienen días de acceso gratuito, y sus obras no se restringen a su apreciación en el interior. Hay reproducciones que representan la obra de manera completa y gratuita. Entonces es posible admirarlo sin tener que estar ahí, y de cierta manera, es gratuito, podría considerarse un “patrimonio de la humanidad”, y la música también debería de serlo, además de ser la mejor forma de un artista para auto-promocionarse, ya que casi todos ganan dinero de las presentaciones en vivo y no tanto de la venta de sus discos. De aquí deriva la separación de la música como “producto” y como “servicio”; cd y música, respectivamente. Aunque se quitaron de la red dos discos porque consiguieron disquera,  o se trata de subirlos para conseguir un sello, sino de compartir música de manera fácil y gratuita, aunque si algún grupo consigue uno porque los descubrieron en este proyecto, podrán tener la capacidad de llegar a más gente, o a un público diferente. La industria sigue existiendo de manera física, y mientras tanto, todo lo que beneficie al artista es útil. A la gente le gusta la facilidad de no tener que salir, ni tener que esperar y poder descargar mp3. En México las ventas digitales no son más viables, ya que la piratería es más intensa y grande. Lo factible es que toda la música sea gratuita, y que el formato físico desaparezca. Al final no es un discurso de “comprar físico o digital” sino de “comprar o no comprar”. Lo mejor para el artista es tener el disco disponible en todos  los medios posibles. Radiohead y NIN subieron sus discos como “descargas gratuitas” y a la vez “podías pagar si sentías que debías algo por ello” y aun así ganaron millones. Al final es prueba de que “regalar discos es posible” tanto como que “la gente está dispuesta a pagar por un producto que desea aunque sea gratis”. Esto sirvió más como experimento para determinar el valor monetario “real” que se le debería dar al “disco” como “producto”. En México es distinto, subir música gratis en Internet no significa   que alguien la vaya a descargar. Uno de los experimentos de Bul fue cobrar tres mil e-mails por el nuevo ep de Fhottw en r.a.d. El resultado: la gente no está dispuesta a pagar algo que no vale nada por descargar un disco, sigue sin estar abierta a descubrir música nueva o diferente y prefiere bajar o comprar un disco de alguien que conoce, a bajar un disco gratis de alguien que no. Tiendas digitales como iTunes y Mixup Digital han revolucionado a la industria musical al vender discos digitales completos, incluyendo booklets y artworks a precios “más accesibles”, los cuales vienen de una competencia —desesperada— contra la gratuidad de Internet y la piratería. El único beneficio que existe de la venta de discos es que se mantiene una industria que produce calidad acústica. Después de la “independencia” musical vendrá la revolución. No queda de otra.

http://lamusicaesgratis.com