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El principio
Para comprender mejor la triste situación por la que atraviesa actualmente el cine nacional habrá que trasladarse en el tiempo, aproximadamente veinte años atrás, hasta principios de la década de los años noventa, cuando una maltrecha y decadente industria fílmica nacional se derrumbaba irremediablemente ante los embates de la crisis económica, la pérdida definitiva de públicos, el cierre masivo de las salas de cine (en su mayoría propiedad del Estado), la eliminación de un aparato de distribución (también en manos del gobierno), y el tiro de gracia que representó durante el mandato salinista la instauración de un Tratado de Libre Comercio que le abrió la puertas a la gran industria hollywoodense con lo que definitivamente se cerró la posibilidad de que los productores de cine en México pudieran recuperar su inversión con la explotación en salas de sus productos.
Ya para entonces, la supervivencia del cine nacional, que durante poco más de sesenta años había logrado mantener una infraestructura más o menos sólida, parecía una ilusión cada vez más difícil de sostener. El último filón temático que había despertado el interés del público fueron los subgéneros de ficheras y narcos, y aún subsistía cierto “culto” por estrellas redituables (concepto hoy en día definitivamente muerto en nuestro cine) como La India María, Rosa Gloria Chagoyán, Vicente Fernández, e incluso Gloria Trevi, quien surgió a principios de los años noventa en el panorama de la música y obtuvo gran éxito con tres deleznables películas.
Para 1994, la industria del cine en México era cosa del pasado. De setenta u ochenta cintas que se producían anualmente a finales de la década de los años ochenta, se llegó a la magra cifra de apenas siete u ocho largometrajes por año. Esa cifra se mantuvo a lo largo de la década hasta que, a partir del año 2000, la producción comenzó otra vez a crecer de forma paulatina hasta alcanzar de nuevo los setenta u ochenta largometrajes anuales (entre ficción y documentales), cifra que se ha mantenido en los últimos tres años.
La triste realidad de la independencia forzosa
Pero no nos dejemos engañar: el hecho de que en los últimos años el volumen de producción haya crecido no quiere decir que se tenga otra vez una industria o estemos en vías de recuperarla; todo lo contrario. No existe la infraestructura del pasado (estudios, laboratorios, compañías económicamente solventes y vigorosas, distribución garantizada, esquemas de recuperación económica que otorguen un margen de ganancia, etcétera); peor aún, lo que prevalece es un sistema de competencia feroz cuya hegemonía está en manos de Hollywood, y que es solapada por un sistema de distribución y exhibición que mantiene a los productos nacionales completamente al margen y priva a sus productores de la posibilidad de volver a tener los muchos o pocos pesos invertidos, independientemente de su orientación artística.
Así, el cine nacional de los últimos quince o veinte años se ha vuelto un asunto de producción independiente en donde cada quien “se rasca con sus propias uñas”, como se diría popularmente; y las cosas se hacen, aún en el caso de producciones costosas, de manera artesanal y dependiendo de una buena fe que va desde la inversión de la iniciativa privada hasta las arcas personales de todos y cada uno de los involucrados en un proyecto. Claro está, en demasiados casos parte del esquema de producción asume el trabajo del talento involucrado como una “cooperación” no remunerada.
Para sostener y canalizar estos esquemas de producción ha sido determinante la intervención del Instituto Mexicano de Cinematografía, el IMCINE, que se ha convertido en el mayor productor de celuloide del país, y el único organismo capaz de asegurar la canalización de fondos necesarios para garantizar tanto la finalización de una posproducción como para orquestar la difusión del cine de ambiciones artísticas en los foros culturales y de festivales alrededor del mundo.
Prácticamente toda película mexicana en la última década tiene participación estatal, ya sean productos tan personales y económicos como los realizados por Nicolás Pereda en los últimos años (Perpetum Mobile, El verano de Goliath), así como grandes producciones de interés estrictamente comercial como No eres tú, soy yo, de Alejandro Springall. O pongamos el caso de Salvando al Soldado Pérez, de Beto Gómez, producción de Lemon Films, empresa que ha logrado mantener continuidad en sus producciones gracias a esquemas regulados por el IMCINE como la asignación de fondos a través del EFICINE, que supervisa la viabilidad de los estímulos fiscales impulsados por la reciente Ley 226, que permite a empresas deducir impuestos destinándolos a la coproducción de películas.
De hecho, si no fuera por el IMCINE y estos nuevos estímulos, sin demeritar la aparición de nuevas tecnologías, soportes y formatos digitales, la producción cinematográfica en México seguramente seguiría estancada en cifras tan alarmantes como las de mediados y finales de los años noventa.
La paradoja de los últimos veinte años
La gran ironía es que es justamente a partir de la desaparición de nuestra industria que el cine mexicano ha logrado recuperar cierto lustre y prestigio. El desplome económico que se tradujo en la destrucción de usos, vicios y costumbres fue lo que permitió a una nueva generación de actores, guionistas, directores, fotógrafos y productores entrar a un medio hasta entonces cerrado para todo aquel fuera de los esquemas sindicales. Los mismos realizadores egresados de las escuelas de cine oficiales enfrentaban problemas para entrar de lleno a la industria, y muchos optaban por retirarse.
La década de los años noventa representa la llegada de talentos como Guillermo del Toro, Alfonso Cuarón, Alejandro González Iñárritu, Antonio Serrano, Luis Estrada, entre otros, quienes se hicieron de un nombre en el resto del mundo y propiciaron una reconciliación entre nuestro cine, la crítica y el público. Son esos los años del “nuevo cine mexicano”, que trajo consigo una renovada atención de los festivales internacionales, tendencia que perdura hasta el día de hoy. Es a este interés que se debe la ilusión de que la industria sigue viva y de que el cine mexicano goza de “buena salud”.
A partir del año 2000 ocurre el incremento en la producción, lastrado siempre por los citados esquemas de producción y la ferocidad de un mercado que deja poco margen a la exposición. Los éxitos en taquilla son escasos, y tal pareciera que los directores filman exclusivamente para los festivales, que también se reprodujeron como conejos durante la década. De hecho, los festivales, para bien y para mal, también son responsables de cierta proclividad al hermetismo en muchos nuevos cineastas, quienes encuentran una veta, si bien un tanto sobreexplotada, en el territorio del llamado cine contemplativo, minimalista o, como fue bautizado por la revista Sight and Sound
A esta veta pertenecen cineastas tan prestigiados como Carlos Reygadas (Luz silenciosa), Fernando Eimbcke (Temporada de patos), Julián Hernández (El cielo dividido); y otros de una generación más joven como Nicolás Pereda (Perpetuum Mobile), Amat Escalante (Los bastardos) y Matías Meyer (El calambre), todos ellos creadores con estupendos resultados en festivales y circuitos de arte.
Cabe hacer notar el fenómeno que sucedió con varios de los talentos del cine mexicano de la década de los años noventa quienes, ante la falta de oportunidades decidieron emigrar al extranjero. Paradójicamente, algunos de ellos han contribuido a alimentar el prestigio del cine nacional desde esas trincheras que ya muy poco tienen que ver con la realidad de los sets nacionales.
Otros más han logrado una continuidad en sus carreras y han contribuido a engrosar la corta lista de éxitos de taquilla recientes, como los notables casos de Luis Estrada, con El infierno; Antonio Serrano, con Hidalgo, la historia jamás contada; o el ya mencionado Springall, quien tras Santitos, obra de la década de los años noventa, dirigió al comediante Eugenio Derbez en No eres tú, soy yo.
Riesgo e incertidumbre
Pero la certeza es que, amén de las numerosas dificultades de producción, es la escasez de presupuesto lo que ha determinado el rumbo creativo de nuestro cine actual, industria que en muchos casos se ha decantado por corrientes como el cine minimalista, un género relativamente económico y que se puede convertir, quizá de manera más directa y segura, a una de las pocas ventanas de exposición con las que contamos: los festivales.
Por otra parte está al auge del documental, un formato que puede resultar accesible en términos económicos y que, sin duda, nos ha ofrecido muchas de las cintas más destacadas del cine nacional de los últimos diez años. Ahí donde la ficción ha fallado repetidamente, el documental ha encontrado un terreno fértil de expresividad y elocuencia.
En todo caso, tanto la ficción como el documental están sujetos, de momento y en el país, a la cruda realidad del presupuesto; la creación cinematográfica está no sólo condicionada por la independencia sino por las casi nulas expectativas de recuperación económica. En ello están absolutamente de acuerdo los cinco jóvenes cineastas que Tierra Adentro entrevistó para este artículo, todos ellos con un largometraje de ficción a punto de estrenarse, y todos ya con un nombre labrado dentro del panorama fílmico. Además, estos cinco talentos dan cuenta de una versatilidad creativa que los lleva justamente desde las riberas del cine minimalista hasta propuestas dirigidas a un público más amplio, pero con la constante del riesgo y, por supuesto, la incertidumbre.
Como dice Matías Meyer, con un ritmo de producción de setenta largometrajes al año es difícil hablar de la ausencia de una industria de cine en nuestro país; aún así, si ésta existe se encuentra fragmentada, desmembrada. La cadena de producción, como asegura Emilio Portes, está definitivamente rota, y el camino para recuperar la infraestructura de antaño todavía se antoja largo y sinuoso.
Permanece la voluntad de hacer celuloide y financiarlo a toda costa. El cine mexicano sí existe. La discusión respecto de lo que hacemos y cómo lo hacemos permanece y resulta indispensable.