Todas las ilustraciones de Bernardo Fernández “Bef”
Los punks tenían razón: no hay futuro. Lo podemos ver en cualquier esquina, oler en cualquier rincón. El Apocalipsis es nuestra utopía y nos aferramos a él porque tiene la contundencia de la última página de cualquier libro, la última toma de cualquier película: le otorga un final irrevocable a la historia. Hace menos de una década se empezó a hablar de ciudades fallidas, le siguieron los estados fallidos y ahora ya hay quien habla de un mundo fallido.
Y el Apocalipsis sucedió ayer. Su remake sucederá mañana. Pequeños apocalipsis, como un diagnóstico médico, o un tiroteo de narcos. Grandes apocalipsis, como el próximo temblor. Y el futuro ya está aquí, sólo que mal distribuido (al igual que el capital, como apunta Fernando Ortega). Como llegar al final de un videojuego sólo para explorarlo de nuevo. O abrir Facebook cada mañana. Los punks tenían razón: no hay un futuro. Hay muchos.
La crisis es el estado natural de una sociedad conectada de manera instantánea. El reacomodo de flujos, la inestabilidad del soporte técnico y la existencia del objeto de los nuevos medios como una serie de variables rogando ser manipuladas nos precipitan en un presente que se come tanto el pasado como el futuro. Es imposible estar al día. Es imposible estar bien informado. El problema con viajar al futuro, dice Warren Ellis, es que te mata un día a la vez.
La ciencia ficción, en crisis porque el futuro ya no es lo que solía ser, condenada a la “disolución en el contexto” (Miquel Barceló), se convierte en el costumbrismo de una realidad tecnologizada, en la obra negra de un realismo mediático. Deja de ser un género y se transforma en un modo de pensamiento que permite reflexionar sobre la ciencia y la tecnología. Queda libre de sus previas alianzas mediáticas y mercadológicas.
En la ciencia ficción, el “universo material se encuentra claramente en un diálogo con los axiomas culturales” (Csicsery-Ronay), a diferencia del realismo, que presupone una realidad estable. Si esto falla, tenemos telenovelas en el espacio exterior. En los últimos cincuenta años, e intentando lidiar con un mundo en el que la ciencia es la única magia que funciona oficialmente, la ciencia ficción se radicalizó en términos mcluhanianos, y el universo material artificial que ahora domina nuestra existencia (y debido al cual reconocemos más marcas de productos que plantas y flores), determina el universo cultural, más allá de los planes humanos y económicos que generan la tecnología.
Dos crisis matizan la situación. La primera es la crisis de la imaginación que va de la mano con la irrelevancia del contenido. Mientras el resultado de la imaginación de nuestras mentes más brillantes encuentre su salida como producto, nada va a cambiar y la imaginación seguirá sufriendo de impotencia. Nuestra intensidad emocional está regulada por el contenido que consumimos y las subculturas son segmentos de mercado. Si la imaginación no empieza a trabajar en encontrar nuevas formas de relacionarnos, de cambiar cómo vivimos, seguirá siendo otro producto en el mercado, o requerirá el financiamiento del estado.Dice CrimethInc. que el problema no es publicar otro libro sobre anarquismo, sino cómo organizar e interactuar con una editorial de manera anarquista (y pueden sustituir anarquismo por su pluralizador onto/ideológico de esta semana).
La segunda crisis es la de la experiencia. La mediación electrónica de la realidad convierte de manera inmediata a la experiencia en información. La distinción entre realidad y representación se diluye cada vez más, de manera casi irreparable. Confundimos naturaleza con jardinería. Confundimos aburrimiento con depresión. Y aún con el riesgo de caer en una teología de lo Real (“matar con pistola es como coger con condón”, escribe Carey), sostener que hay un mundo más allá de nuestras pantallas y redes de comunicación es defender la diferencia entre coger y masturbarse.
La relación entre la experiencia y la imaginación se vuelve uno de los ejes centrales de nuestro momento cultural, normalmente cifrada como la relación entre lo virtual y lo real. La noción de realidad aumentada ha conseguido una precaria estabilidad en el asunto. Está mi casa. Pero si le pongo un teléfono, la realidad de la casa sufre un aumento en término de posibilidades. Ni qué decir de un iPhone, o de la digitalización de las ciudades. En el futuro, todo hablará. “Las ciudades están a punto de convertirse en un vector de la imaginación”, decía Rem Koolhas.
La crisis de la imaginación coincide con la crisis de la obra, modelo clave de la cultura que estamos dejando. La obra, con principio y final, autor que la realiza, marco que la define e intención que la guía, es sustituida en la cultura electrónica por la categoría de juego. Si la obra, solipsista y autocontenida, se concentra en sí misma, el juego se derrama hacia fuera. Es el paso de la metáfora al sistema. El juego intenta rebasarse a sí mismo a través de una serie de reglas fijas que siempre dejan el final abierto. Desde el partido de futbol y el reality show hasta Oulipo, el arte instruccional y las tácticas de terrorismo poético (en El club de la pelea se le pone una pistola en la frente a un muggle y se le amenaza con darle un tiro al día siguiente si no le dedica todo su tiempo a ser feliz), el juego aplica un sistema operativo, un algoritmo o software a la realidad, para provocar diversos resultados. La obra privilegia la contemplación; el juego, la experiencia.
El devenir entre el mundo de las pantallas y el mundo real ha sido explotado con particular lucidez por los diseñadores de Juegos de Realidad Alterna, diseñados para no poder ser resueltos por un solo jugador, por lo que requieren de la colaboración de varias personas en distintos lugares. Incluso la nomenclatura de su funcionamiento es interesante: A través de un “hoyo de conejo” (el mecanismo que hace entrar en el mundo diegético, como puede ser un url en un videojuego o un puerto usb en los baños públicos de los conciertos de Nine Inch Nails), los usuarios-jugadores entran a una ficción a través de vínculos en la computadora en los que, si los ”titiriteros” (los narradores/ diseñadores del juego) son lo suficientemente hábiles, puede derramarse en la realidad cotidiana.
Son una “narrativa sin plataforma”, puesto que existen transmediáticamente al considerar la “narración como arqueología”, en la que para armar una historia no-lineal, los usuarios- jugadores arman las piezas que encuentran, desde consultar un experto en arameo hasta hackear un código. Los “titiriteros” reaccionan en vivo a los movimientos de los jugadores. La estética del juego se basa en la premisa “Esto no es un juego” en la que se trata el juego como si fuera real: todos los teléfonos, direcciones y demás elementos que se presentan en él funcionan en la “realidad” como parte de la narrativa. Year Zero de Nine Inch Nails, una historia en la que cierta información de un futuro distópico se filtra a nuestra realidad, ha incluido conciertos secretos para los jugadores que logran descifrar ciertas claves, mientras que el ya clásico I love bees (referencia directa a la inteligencia de colmena) puede presumir que 220 jugadores acudieron a teléfonos públicos en distintas partes del planeta (uno incluso desafiando al huracán Francis en Florida) para conseguir el set de pistas necesarias. Un buen arg (juego de realidad alterna) acaba siendo coescrito por los jugadores y crea una realidad alterna superpuesta a la que ya vivimos. La realidad que observan los usuarios-jugadores es diferente a la que observamos nosotros.
Tanto Pierre Levy como Derrik de Kerckhove teorizan que la cultura de redes crea una inteligencia colectiva, noción que ha sido ampliamente criticada. Lo más curioso es que, aunque se dude de su existencia, ya hay juegos diseñados para ella. La crisis de la experiencia provocada por la cultura electrónica ha elevado el acto a categoría estética. El sólo hecho de hacer algo, así como el proceso que lo produce, pueden ser estudiados como género. El mundo fuera de la pantalla se vuelve el lienzo.
Desde las bromas prácticas y los fenómenos virales de la red hasta el performance y el happening comparten esta lógica. La categoría de intervención, “encontrar una fisura, plantar una bomba y escabullirse”, según Harold Jaffe, es resultado directo de esta crisis. Al salir a la calle, el acto artístico como forma de protesta se convierte en artivismo. Si uno de los mecanismos claves de la ciencia ficción es el “extrañamiento cognitivo” (Suvin), las intervenciones más finas intentan aplicarlo a la vida cotidiana, para que nuestra esquizofrénica rutina nos vuelva a parecer extraña.
Curiosamente, el “sentido del asombro” (atributo clave de la ciencia ficción, tanto en su vertiente sublime como grotesca) puede ser producido por la colisión entre ciencia ficción y activismo, que Jim Munroe denomina “ciencia fricción”, como la repartición gratuita de ediciones falsas de The New York Times, posfechadas por un año y en las que Obama cumplía todas sus promesas de campaña, organizada por The Yes Men, convirtiéndose rápidamente en “futuros experienciales” según Stuart Candy, en el que ya sea performática o indirectamente, a través de imágenes o instalaciones, el peatón se encuentra ante una experiencia particular de un futuro posible, como la serie de intervenciones Desde aquí se ve el futuro en el cruce de Tijuana a los Estados Unidos, en la que varios estudiantes realizaron una procesión y montaron un altar rezándole a Santa Ste-La, una imagen a la que en el futuro se le orará para que alivie los accidentes provocados por la tecnología. La (ciencia) ficción se vuelve participativa, como una modalidad más de la experiencia.
Dice Richard Dawkins que “La ciencia, a diferencia de la tecnología, le hace violencia al sentido común”. Si la tecnología domestica a la ciencia, el diseño, esa actividad ubicua que parece indicar que las manos del hombre tocan todos los rincones de la experiencia, permite a la tecnología hacer contacto con nuestra vida. Ahora, todo se diseña, desde los tratamientos psiquiátricos personalizados hasta las semillas que darán fruto a nuestros alimentos. Ahora mismo, como dice Chris N. Brown, hay una serie de “abogados construyendo clínicamente espacios donde nadie puede escuchar tus gritos.”
El despacho Dunne & Raby califica su trabajo como diseño crítico, “una posición, más que un método, que utiliza el diseño especulativo para retar preconcepciones estrechas sobre el papel que los productos juegan en nuestras vidas”. El “diseño de experiencia” del usuario ya tiene libros de texto, y “Anti-diseño” es el nombre de por lo menos dos agencias de diseño en el mundo (que hacen de todo menos lo anti).
Incluso la religión se refugia bajo el techo del diseño, e intenta explicar con jerga científica que la complejidad del universo no pudo haberse generado aleatoriamente, mucho menos el surgimiento de la humanidad. Hay demasiadas variables involucradas. Hay un “diseño inteligente” y deliberado atrás de nuestro universo. Las críticas son contundentes. Kurt Vonnegut asegura que, tras ver la vida de sus semejantes, Dios es un pésimo escritor. William Burroughs habla de la poca eficiencia del cuerpo humano, puesto que el sistema digestivo requiere de boca y ano, para hacer el trabajo que un solo orificio podría hacer. Habría que agradecerle a Dios, como buen diseñador, sacrificar la eficiencia por el buen gusto.
La ciencia ficción, para sacudirse las ataduras de género y medio, se refugia en el “diseño ficción”. Bajo la consigna de que “el diseño tiene más que ofrecer a la ficción en este momento que lo que la literatura le puede ofrecer al diseño”, el “diseño ficción”, en un intento de introducir narrativas a los objetos de diseño, no para crear nuevos gadgets, sino para mostrar el efecto que tienen. A través de la creación de pósters de un futuro (o un pasado) alterno, o de la colocación de ciertos objetos que no pertenecen al contexto (histórico, científico o cultural) en el que se exhiben, el diseño puede funcionar como ficción e incluso crear la tan codiciada “suspensión de la incredulidad” característica de la ficción. Provocar mediante objetos una hemorragia de mundos paralelos, futuros perdidos y pasados impredecibles en nuestra realidad. Sterling plantea incluso la “arquitectura ficción” como parte de una “cultura especulativa”. Corporalizar ideas ficticias y observar cómo nuestra realidad consensual se acomoda a su alrededor.
La cuestión sigue siendo un experimento para averiguar cómo se sedimentan las ficciones (el muro fronterizo que separa San Ysidro de Tijuana sirve como ejemplo: tanto los Estados Unidos como México son ficciones cuya realidad aumenta en tanto el tránsito entre ambos queda sedimentado). Pero también se utiliza la ciencia ficción para averiguar cómo se ficcionalizan los fenómenos naturales (como las teorías de conspiración, fervientes creyentes en el diseño, que parecen encontrar una razón detrás de absolutamente todo). Y jugar con ese conocimiento para hacer un testeo del porvenir, para exorcizar el futuro, como dice Jhonnatan Curiel. Para probar nuestros múltiples futuros. Si algo sabe la ciencia ficción es que un mundo diseñado es una pesadilla. A nivel popular, aquello que no está diseñado es o una catástrofe o una enfermedad. La ciencia ficción lleva años tratando de mostrar los intersticios en los que se cuela la vida. Como los humanos hemos hecho tan mal trabajo para provocar esos intersticios, la esperanza generalizada gira alrededor del concepto de “emergencia” (consecuencias colectivas involuntarias de acciones intencionales, según De Landa).
La esperanza de que el cambio surja espontánea y morfogenéticamente de un sistema complejo: la crisis decisiva. O como plantea Warren Ellis en Doktor Sleepless: “acelerar el Apocalipsis”. Quizá por eso es tan interesante el proyecto de Francois Roche, con sus aparatos ecosóficos y sus máquinas eskyzoides: “una máquina que no sea cibernética, que no se defina por su modo eficiente de producción, de conducta impredecible, que produzca malentendidos, tartamudeos”. Un diseño que busque equivocarse, que encuentre el accidente. Que se tropiece. Para así inventar un futuro.