Daniel Sada, el poeta

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Todas las fotografía de Isaí Moreno

Uno de los más caros placeres de Daniel Sada consistía en recitar ante conocidos y amigos poesía. Arte cuya lectura recomendó insistentemente a sus aprendices de novela para afinar el oído y aguzar el poder de la prosa. Muy pronto será leyenda la memoria privilegiada que le hacía retener cientos de poemas de los clásicos y contemporáneos. Sus inicios como autor incluyeron la asistencia a talleres literarios, donde uno de sus maestros fue el chiapaneco Juan Bañuelos, quien admiraba las dotes líricas de ese norteño joven, recién llegado a México D.F. En sus lecciones de narrativa, Sada recurrió innumerables veces al poema del maestro peruano José Watanabe “Imitación de Matsúo Basho”. He aquí fragmentos del mismo:

Fuimos rebeldes y audaces. Yo la convencí de la nueva moral que ni aun yo tenía, y huimos sin ceremonia ni consentimiento. Ella trepó ágilmente a la grupa de mi caballo y así cabalgamos hasta las primeras estribaciones de la sierra. Bordeábamos los poblados y con ramas desgajadas íbamos cubriendo nuestras huellas. […] Ella cerró la ventana y yo empecé por desatar su largo cabello. Fuimos rebeldes y audaces. Sin embargo, ahora nos perdonan nuestras familias y nos perdonamos nosotros mismos. Nuestro hogar ha sido tardíamente consagrado. Eso es todo. […]

El texto semeja una prosa límpida; rociado por imágenes breves y sutiles, trazadas con las simples pinceladas de la poesía japonesa. Era el ejemplo perfecto del novelista Sada para mostrar la depuración exigida a todo escrito, y esa rigurosa prueba que debe sortear no sólo la poesía, sino la prosa de buena factura: la de la lectura en voz alta. Este poema que de modo didáctico recitaba a los aspirantes a la iniciación escritural contiene piedras preciosas para todo escritor. ‘Imitación…’ es directo, fluye con armonía, recurre lo necesario y suficiente a la adjetivación y logra escucharse incluso leído en voz baja.

El autor de Casi nunca hacía transcribirlo a sus alumnos, con ellos lo releía en voz alta y luego solicitaba que escribiesen un texto imitando el ritmo musical de Watanabe. “Intercalen frases largas y cortas que permitan respirar, guíense por el oído”, repetía. Cuando leemos un escrito de Julio Cortázar, de João Guimarães Rosa, de Alejo Carpentier, notamos de inmediato la presencia de esa receta de naturaleza auditiva, clave para la construcción del estilo literario, misma que Vargas Llosa ha mencionado en Cartas a un joven novelista.

Sin retóricas de ningún tipo, me apresuro a decir que los grandes maestros como Daniel Sada comparten sin concesión el secreto de su arte a los discípulos. “Es imprescindible en arte el experimento sin que parezca haber experimento”, insistió una y otra cuando alguien leyó el capítulo imperfecto de una novela. Y de nuevo su insistencia en que se leyese poesía. Recuerdo los comentarios que me hizo acerca de una novela cuya editorial promocionó en el 2009 como si se tratase de la gran revelación literaria mexicana, respaldándose la campaña con performances, obras de teatro y fotografías en costosas panorámicas (quiero reservarme el nombre del libro). A nivel de lenguaje la creación parecía funcionar. Su ritmo narrativo dejaba poco qué desear. En al ámbito de lo dramático, digamos que poseía propuesta. Citando premisas de El arte de la poesía, de Ezra Pound, y con argumentos nativos para la construcción de la imagen poética, Sada me demostró la nula verosimilitud de aquella obra narrativa. Aún resuena en mi mente su conminación para que me procurase el libro casi inconseguible de Pound. Ya en mi poder, lo leo y releo con el azoro de cualquier mortal ante la presencia de un dios.

Entre las obras maestras de este narrador y poeta están las indiscutibles Porque parece mentira la verdad nunca se sabe y Albedrío, novelas de alta calidad dramática y experimental, no carentes de poesía administrada en dosis a veces homeopáticas, otras en sobredosis asombrosas. Poco se ha escrito aún de su cultivo y dominio de las formas líricas, tanto canónicas como esas que carecían de forma (irresponsables, en palabras de Julio Hubard). Sada reunió su obra poética en los libros El amor es cobrizo (2005) y Aquí (2007). Leída con atención, su poesía concreta una aleación personalísima de lírica y prosa, ambos metales difíciles de unificar en un nuevo compuesto de química textual. Cervantes veneró a Garcilaso de la Vega tanto como Sada apreció a Quevedo. La poesía de Sada es irresponsable como lo es la prosa de Cortázar: cada vez menos correcta (decía él mismo), cada vez menos apegada a la norma y en fuga hacia nuevos derroteros de la palabra. Sada recurre al experimento dentro de los límites del juego, sale de sus fronteras y vuelve con descubrimientos del mar interminable del lenguaje. Explora mundos de la cotidianidad, haciendo de los elementos comunes, digamos, una botella de agua, imágenes dignas del misterio.

Sada jugaba como niño al versificar:

Concéntrico el sopor no hay salidas

la circularidad

envuelve                    la fofa

y purga                      desnudez… NOMAS

tan oprobiosa                CON

 DELANTAL

Su afán por conjuntar prosa y poesía hizo que le fuese normal la adopción de la métrica natural del romance, que es poesía y narrativa. Ese apego al octosílabo sobresale en la novela Albedrío. Al presentar el libro Aquí, teniendo como invitados a la mesa a poetas de alto calibre, Sada arribó al salón de Casa Refugio con Albedrío bajo el brazo: antes que disertar sobre los tópicos comunes al poeta común, se limitó a decir que sus poemas narraban y sus novelas estaban en verso. A continuación leyó un fragmento de la citada obra. No me ocuparé aquí de ejemplificar las dotes poéticas vertidas en tal libro. Dejo que mi admiración y perplejidad se inclinen por la primera novela del autor, apenas conocida, y de la que él llegó a deslindarse, con la consecuente negación a reeditarla: Lampa vida. Atenido a su autocrítica severa, afirmaba que el libro era demasiado poético. Poco le rebatiría a Sada, pero en este caso no tuvo razón. Lampa vida cohesiona el poder de la poesía con una historia magistralmente contada. Un hombre se roba a su novia y recorre desolados terrenos del norte mexicano; de cuándo en cuándo escapa con pretextos varios para ganarse el pan actuando como payaso en pueblos olvidados de Dios, sin que la joven se entere.

Transcribo aquí un par de fragmentos de Lampa vida que reflejan al Sada poeta del que hablo:

Un filetazo en las sienes de diez polos de nube. Un sapo a punto de saltar. Un pajarete de chebol sonando su descartonado vuelo. En derredor la noche con viento de murmullo y ánima que se pierde en la montaña, así para pesar en aquel sitio dado a lo inhóspito donde el Hugo Retes y la Lola Tuñin establecían los miramientos, donde limbos recientes dejaban agrio el caminar del corazón. […] Raudo: el cielo negro su justo peso ciñe —escabullido denso, colmado de substancia, bate entre nubes rasas su cauda de transcurso, así, dócilmente el amor.

Daniel Sada ha asegurado su lugar en el panorama de las letras universales. Fue indudable novelista de transición al siglo xxi en la lengua hispana y poeta experimental en el amplio sentido de la palabra.

Hace algunos años, en la ciudad de La Paz, recitó con embeleso el poema “El perro de San Roque”, de López Velarde; entre los versos alteró uno, creeríase que por error. Luego caí en la cuenta de que su oído adiestrado rehizo la metáfora velardeana inicial: “He oído la rechifla de los demonios”, por la rítmica y eufónica: “He oído la rechifla de los diablos”. Al momento de ser despedido el 18 de noviembre del 2011, entre aplausos candorosos, habría sido de su deleite escuchar el verso entre chiflidos sobre sus bancarrotas chuscas; después, y qué importaba, que surgiera el silencio.

Esteban, el sonámbulo

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Ilustración de Carlos Ortega “Balamoc”

Cuando Esteban vino al mundo sus padres no se imaginaron que sería un niño tan silencioso. Para ellos un niño que no lloraba ni sonreía estaba enfermo o asustado. No pensaban que su hijo era tonto ni nada parecido. Solamente deseaban verlo sonreír más. A sus nueve años lucía un poco obeso, caminaba al ritmo de un anciano y los dedos de sus manos se movían lentamente como diez gusanos asomando la cabeza de la tierra. Hubo temporadas en que los padres se sintieron arrepentidos de haber procreado un hijo como Esteban, aunque enseguida se dolían de sus tristes pensamientos. Faustino, el padre, vendedor en una tienda de colchones, era un hombre honrado y cariñoso. Margarita, la madre, se dedicaba a vender ropa en las mañanas durante el tiempo que su hijo permanecía en la escuela. Esteban cursaba el quinto año de primaria y se aburría tanto como cualquier sardina dentro de una lata cerrada. La familia de Esteban vivía en un departamento en la colonia Nochebuena y sus problemas se reducían a uno solo: Esteban sufría sonambulismo y en más de una ocasión amaneció dormido al pie de la puerta de un departamento vecino.

—Los sonámbulos son personas tranquilas, no hacen daño a nadie. Lo que debemos hacer es cerrar bien las puertas —opinaba Faustino, pausado y conciliador.

—Tú eres vendedor de colchones. Debe haber una cama en donde Esteban se sienta tan cómodo que nunca se le ocurra levantarse en las noches —decía Margarita, un tanto desesperada.

—El médico opina que el mal pasará pronto —respondió Faustino—, además no se conocen bien las causas de esa enfermedad. Lo que haremos es tener paciencia y cuidar que no le suceda nada.
Esteban escuchaba charlar a sus padres acerca de su sonambulismo y no se inmutaba. Se había acostumbrado a que ellos hablaran acerca de él como si no estuviera presente. Margarita insistía:

—Si hiciera más ejercicio no sería sonámbulo. Yo a veces termino el día tan cansada que no pienso más que en dormir. —Tienes razón —el esposo se tocó el mentón ovalado y meditó unos segundos—, mañana mismo buscaré una solución. En el parque de los Viveros he visto a varios niños hacer ejercicio. Los dirige un entrenador que debe saber mucho acerca de esas cuestiones. Es fuerte y los niños le prestan mucha atención. Tiene autoridad.

—¿Qué hacías tú en ese parque? —preguntó la esposa, sorprendida.

—Nada, cuando me siento cansado salgo un momento de la tienda y voy a darles de comer a las ardillas. Vender colchones es un trabajo más agotador de lo que parece. Si yo te contara…

—¿Y qué comen las ardillas?

—Tienen tanta hambre que comen cualquier cosa. Está prohibido darles comida, pero yo no hago caso de esas tonterías.

—Un día van a morderte los dedos.

Ilustración de Carlos Ortega “Balamoc”

Fue así como Esteban formó parte de un grupo de niños que durante sus vacaciones realizaba ejercicio por las mañanas. Los padres dejaban a sus hijos bajo el cuidado del entrenador y se marchaban a cumplir con sus labores cotidianas. En el parque crecían arias especies de árboles, desde cedros hasta acacias de corteza roja y cuando llovía la arcilla húmeda tomaba el mismo color que las acacias. El entrenador era un hombre moreno de brazos musculosos y tenía una voz que sonaba tan fuerte como un trueno anunciando la lluvia. Esteban no se mostraba feliz de estar entre niños desconocidos y hubiera preferido quedarse quieto en su recámara. Su pasatiempo favorito era estar sentado en el borde de su cama imaginándose cómo sería la vida en otro planeta. No comprendía nada de lo que veía en televisión y pasaba horas haciendo dibujos de seres extraños en sus cuadernos de escuela. Los planetas que imaginaba Esteban no se parecían a la Tierra: eran ovalados, más pequeños y en ellos no había colinas ni montañas. Las nubes verdes flotaban lentamente alrededor del planeta. Y tampoco había árboles. Sus padres llevaron los dibujos de Esteban al médico pero éste no logró sacarles ningún provecho, sólo dijo: “es posible que cuando crezca sea artista”.

—¡Es hora de mover esos músculos, jóvenes holgazanes!
Esta fue la voz del entrenador llamando la atención de los veinte niños que en ropa deportiva aguardaban sus instrucciones para comenzar los ejercicios: “¡Uno, dos, tres arriba! ¡Uno, dos, tres, abajo!”. El pupilo de más edad tenía doce años y entre los más jóvenes se encontraba Esteban. Las ardillas que normalmente se acercaban a las personas para demandar comida se asustaban al ver a esa manada de niños ansiosos y corrían a esconderse a las ramas de un árbol, o simplemente se alejaban hacia parajes más tranquilos. Claro que necesitaban alimentarse, pero no a costa de exponer su vida bajo los pies de esos pequeños gigantes. La voz del entrenador seguía creciendo:

—No me importa su edad o quiénes son, yo no entreno a perdedores y espero que pongan su máximo esfuerzo en todo lo que vamos a hacer.

De vuelta a casa y colorado como una ciruela, Esteban escuchaba a sus padres conversar animadamente. Se encontraba demasiado cansado para intervenir y no quería decepcionarlos. Nunca había vivido una experiencia tan agotadora y si estuviera en sus manos no volvería al parque de los Viveros. El resto de los niños se había burlado de Esteban porque en la carrera alrededor del parque había llegado a la meta en último sitio. En vez de reprender a los burlones, el entrenador se había unido a ellos usando a Esteban como ejemplo para mostrar lo que un buen deportista no debe hacer. Faustino no tenía noticias sobre el escarnio y burlas que soportaba su hijo porque cuando volvía a recogerlo el entrenamiento había terminado. Y Esteban no se quejaba.

—El entrenador es un buen hombre — le decía Faustino a su esposa Margarita—, sólo cruzamos unas cuantas palabras, pero sé reconocer a las personas decentes. No olvides que en mi trabajo como vendedor de colchones debo saber lo que esconden en mente mis clientes para así complacerlos. Ellos pasarán una gran parte de su vida en cama y si no duermen sobre un buen colchón despertarán de mal humor y nosotros pagaremos las consecuencias. La responsabilidad de que este mundo funcione no es de los políticos o de los sabios, es de cada uno de nosotros.

Los tres miembros de la familia se hallaban sentados alrededor de la mesa del comedor. Esteban mordía una pera, Faustino hacía girar una pequeña cuchara sobre la mesa y Margarita palmeaba la espalda de su marido, contenta de encontrar por fin una posible solución a sus problemas.

—Me alegra mucho lo que me cuentas, es una idea maravillosa. Si tenemos suerte Esteban podría volverse un deportista famoso. ¿Te imaginas? —soñaba Margarita.

En cambio Faustino se mostraba más calibrador y decía:

—Me conformo con que no camine dormido. No quiero que un vecino toque a la puerta otra vez para decirme que mi hijo está dormido y tirado a la entrada de su casa. No volveré a pasar por esa vergüenza. Van a pensar que intentamos deshacernos de Esteban.

—¿Cómo crees? ¿Y abandonarlo en el departamento de a lado? Seríamos unos tarados.

Los días siguientes se sucedieron sin variaciones y Esteban continuó siendo el último en la carrera de las mañanas. Las burlas se hacían cada vez más crueles e intensas y el entrenador se mostraba satisfecho de contar con un niño que le sirviera de ejemplo a la hora de dar sus sermones:

—¡Atención! ¿Se han dado cuenta de que hemos entrenando una semana completa y Esteban no hace ningún esfuerzo para superarse? Y estoy seguro de que en el futuro será lo mismo. Nació para perder.
El entrenador tenía cuidado de que ningún adulto escuchara sus palabras. Cuando hablaba escupía saliva lanzándola a casi un metro de distancia y caminaba en círculos como si hablara sólo consigo mismo. Y cuando a media mañana el Sol calentaba más duro se ponía unos enormes lentes oscuros que le cubrían la mitad del rostro. Era como una mosca gigante.

En el planeta imaginario de Esteban no había Sol y aunque lo hubiera, su calor no podría traspasar las nubes verdes que formaban la atmósfera. Tampoco había moscas ni perros Rottweiler, ni mucho menos pistas de carreras. El entrenador no hablaba con la verdad porque en realidad Esteban intentaba correr más rápido cada mañana. Las burlas lo herían en el corazón y habría querido volar por encima del resto de sus compañeros y ser el primero en cruzar la meta, sólo que sus piernas simplemente no le respondían. Y las mofas continuaban. Con el paso de los días la complicidad entre los niños creció y Esteban volvía a ser blanco de los peores sobrenombres “ardilla panzona”, “tronco sin hojas”, “tortuga sonámbula”, le decían.

El entrenador parecía orgulloso de sus muchachos y no dudaba que de entre todos esos niños habría en el futuro un campeón. No imaginaba que dos días antes de terminar el curso de verano viviría un penoso incidente.

Sucedió durante la tradicional carrera con la que se culminaba cada día de entrenamiento y, como siempre, Esteban aceleraba el paso sin poder seguir el ritmo de sus compañeros. De pronto, desde su posición de rezagado, observó a otro niño de su edad detenerse y acuclillarse para amarrar bien las agujetas de sus tenis blancos. Esteban aceleró lo más que pudo y empujó con tanta energía a su compañero que lo lanzó de bruces a una cuneta donde corría un riachuelo de agua sucia. Como la víctima hacía intentos por levantarse, Esteban tomó un tronco grueso que estaba a sus pies y lo descargó en la nuca del niño indefenso. De ello sólo fue testigo una ardilla negra de cola hirsuta que roía una bellota sobre la rama de un fresno. En seguida retomó el camino y por primera vez sintió sus pies ligeros y la arcilla cárdena del camino le pareció tan lisa como el planeta de sus invenciones. Cuando llegó a la meta, el entrenador lo miró sorprendido, se preguntaba dónde estaría Fermín quien solía llegar siempre antes que Esteban.

Ilustración de Carlos Ortega “Balamoc”

—¿Dónde se ha quedado Fermín? —preguntó en voz sonora, pero nadie supo responderle.
Esteban descansaba jadeante a los pies de un espigado y frondoso encino, satisfecho de no escuchar más burlas sobre su persona. Comenzaba a recuperar el aliento cuando vio en lontananza la amada figura de su padre. Por fin todo terminaría. Faustino lo tomaría de la mano y lo devolvería de nuevo a su mundo. Y ya en casa, cuando Esteban escuchara la cálida voz de su madre, el recuerdo de todos esos malos días habría desaparecido.

Contagio

Los muertos atraen la muerte, simplifican la comedia,
arrumban los papeles y sepultan los disfraces en los roperos.
Juan Benet

***

Llegaron en la tarde. Sus figuras deslumbradas en el quicio de la puerta. El filo del sol en los sombreros, con pinta de haber merodeado, hambrientos, por el pueblo. Sin embargo, inmóviles en la puerta, parpadeando al mismo tiempo, parecían tener todo menos hambre. El calor era redondo en la estancia. Chupaba los cuerpos. Fruto seco lo que tocaba. Las respiraciones de los hombres se amontonaban. El dueño del bar, somnoliento, sentía el aire caliente desprendido, en mayor parte, de ellos. Sus manos barajaban ases, tréboles, reyes. Dejó el mazo de cartas y miró el polvo que, al fin, se asentó en los hombres. Uno, el más alto, dio un paso adelante y dijo:

—Queremos cerveza.

La voz recorrió, leve, la estancia. Después se apagó en el calor, como lumbre en el agua.

—Pasen, pueden sentarse — respondió el dueño.

Los hombres se miraron. Consultaron en silencio al que había tomado la iniciativa. Éste movió los ojillos y carraspeó. Bajo el sombrero eran profundas sus meditaciones. Alargó un dedo.

—Está bien.

Los hombres se sentaron al mismo tiempo. El dueño sirvió seis tarros. El vidrio de los tarros reprodujo un instante sus figuras.

—Tardamos mucho en llegar —dijo uno.

—Eran fuertes las tolvaneras.

—No hay señales, ni indicaciones.

—Pudimos llegar a cualquier otro lado.

—Después veremos qué hacer.

El dueño los ignoró. En ese lugar todos llegaban por accidente y decían siempre lo mismo. Por eso la clientela menguaba en tiempo de secas. Y entonces mataba las horas entre las cartas, satisfecho mientras lo demás ardía. Los hombres alzaron los tarros y bebieron. Solemnes, en el movimiento llevaron sus semblantes a la luz, también las narices, los afilados bigotes. El sonido del líquido en las gargantas, las lenguas chasquearon. En el silencio cualquier brizna se oía. Por eso, para no incomodarlos, para no atender su charla, el dueño encendió el radio. La música avivó a los de los sorbos. Sus siluetas eran pájaros vivos. Sus voces se enredaban en un murmullo que se comía las palabras. El dueño atisbaba el nervio de las figuras, las manos del principal que conducía el acto. Las cervezas pronto se acabaron y pidieron la segunda ronda. El dueño tuvo recuerdo de otros, merodeando en el pueblo, en las calles. A veces se asomaba y los veía ahí, perdidos en el llano, heridos de sol, aturdidos por sus estoques. Destapó seis botellas y se acercó con la charola. Regresó a la barra y estuvo un rato ahí, escuchándolos, medrando con la venta del día. Los hombres, oscurecidos por los sombreros, seguían con su charla.

—Hay que apresurarnos.

—Sí, antes que anochezca.

—Pero, ¿a dónde vamos?

Y entre preguntas el vuelo de las manos, después en ristre a las cervezas, apagando el calor en las bocas. El dueño, aturdido por los sorbos, por el sopor que le humedecía la calva. Entonces, un trueno en la estancia. El fuego derribó a uno de los hombres. Estrepitosa su caída. Pajarillo cazado al vuelo, pronto dejó de moverse. Un destello en los ojos abiertos y sorprendidos. La bala había hecho trizas la ventana. En su lugar afilados cristales, dientes en el marco. Abajo el polvo relucía, como la muerte en el convidado. Lo orbitaba una mosca que estuvo un instante en el gesto, alambrista entre los labios. En algún tiempo cundiría el hedor y llenaría las cosas de muerte. Y los hombres se acercaron y examinaron al inmóvil con gesto de disgusto.

—Te lo había dicho —dijo uno.

—Era previsible —dijo otro.

—Debimos abandonarlo en el camino.

—¿Cómo íbamos a saberlo?—murmuró uno.

—Una señal, una mancha en su ropa.

—Lo que sea.

El líder inclinó la cabeza. Sumidos entre nubes, sus pensamientos, sus imaginaciones. El gesto llenó la cara de arrugas. Flanquearon al unísono al muerto. Dos de cada lado. Sin el líder. Una mancha en la camisa, agrandada por el incesante borboteo.
Los ojos a la sangre, con miedo a la marea en el piso. El radio seguía ajeno con su sonsonete. El dueño emergió de su asombro y lo apagó. Se acercó a los hombres. La orilla de sangre tocaba las puntas de los pies. El muerto seguía con los ojos en el techo, el espanto en el gesto, como si presintiera el embate de las moscas, de los previsibles carroñeros.

—Va a oscurecer.

—Te lo dije.

—Quedaremos a mansalva.

El líder los calló con una mirada, se acercó al dueño y le preguntó:

—¿Cuánto dura la tarde aquí?

—¿Cómo? —respondió.

—Sí, ¿cuánto tiempo? —dijo impaciente.

El dueño sólo atinó a balbucear. El líder abandonó su indagación y se asomó por la ventana rota. Hundió la mirada en el llano. No había sitio para ocultar al posible tirador. Sólo tierra amarilla, sosegada por la falta de viento. Un cuervo entró en la desolación y picoteó maniaco el suelo. Después alzó la cabeza y un manojo de plumas, el destello de las alas, su vuelo. El dueño, además de la muerte, sentía una perturbación en el ámbito, la sensación de muchos cuerpos diminutos quitando sustancia al aire.
Intranquilo, dijo:

—Señores, deben sacar al muerto, no quiero problemas.

Los hombres lo miraron. Él miró sus figuras sin vértice, suspendidas en el fondo de un sueño. Y metido en el silencio el muerto, persistente con sus ojos abiertos.

—¿Qué hacemos? —dijo uno.

—No lo quiero aquí —arremetió el dueño.

El líder se acercó y le puso una mano en el hombro. Luego señaló el exterior y dijo con lenta voz, impregnado de veneno:

—Esta tranquilidad es falsa, ¿no lo sabe?

El campo amplio e inerte. En los límites de un marco las nubes, la tibia línea del horizonte. Los hombres, al unísono, como borregos a la contemplación. Y el vacío que iba del paisaje a sus cuerpos.

—Aquí no pasa nadie. Sólo extraviados como ustedes —dijo el dueño, manoteando.

—Entonces tendrá que acompañarnos.

—¿A qué?

—A dejar al muerto.

El dueño iba a replicar pero percibió en el otro un movimiento, una mano hurgando entre las ropas. Brilló la boca de una pistola. Ésta fue tocada por la luz y osciló lentamente, advirtiendo. El dueño sintió un abismo frente a él y, sin asentir del todo, se apartó unos pasos. El líder fue por los restos de cerveza y los bebió de un trago. Sonrió.

—Vamos —dijo.

Los hombres sujetaron al muerto por los pies y por las manos. Su reposo había dejado una mancha uniforme de sangre. Y sobre ella una mosca, su ávido aleteo. Espantaron a la diminuta y, a una señal, caminaron hacia la puerta. Dos de cada lado y el líder al frente de la procesión; atrás el dueño. Pesaba la muerte en el hombre y lo sujetaron con fuerza del pantalón y la camisa. El triste bamboleo dejaba un reguero de sangre en el suelo. El dueño imaginó el lento arrastre de un toro, la derrota del cuerpo, los belfos dejando su huella en el ruedo. El descampado en vivo amarillo por el polvo. Algunas huellas de animales. A lo lejos los tejados de unas casas. Los ojos bajo los
sombreros, por el declive del sol, una ceniza apagada.

—Vamos al matadero —dijo uno.

—Tenemos una oportunidad.

—Apurémonos.

El líder, con un dedo en sus labios, los calló. La procesión se detuvo. Oteaba el horizonte. No había ni un ruido, pero el dedo seguía ahí. Vacío de sangre el muerto, por el recorrido, por tanta espera. Como corderillo entre los hombres, los ojos abiertos al cielo.
—Escuchen —murmuró y dura la quijada, una piedra. Un poco de viento en el polvo. Nubes entre las piernas. Las botas en el amarillo, sus puntas rojas. Un cuervo en círculos sobre todos, sobre ellos como una corona. Para el cuervo toda la atención de los hombres, a las plumas que dejaba, a su grajeo. Y el ave se perdió y los hombres volvieron al nervio:

—No es nada.

—Es sólo el pájaro.

—¿El mismo de antes?

—Quizá sea una señal.

—Es probable.
—No pasa nada.

—Sigamos caminando —dijo el líder.

El calor había menguado pero aún encandilaba. El resplandor vespertino sobre las piedras. Los hombres sudaban, dejaban sombras filosas. Sentían que cada paso, cada respiración, era un anzuelo. El dueño caminaba tras el líder, a un par de pasos, tras la penumbra que proyectaba su espalda. ¿Hasta dónde llegarían? Porque más allá de las casas no había nada. Un barranco, más tierra amarilla, un sembradío de cadáveres, no sabía. Sólo los que merodeaban tras la ventana, los que entraban al bar y luego se iban. Bajó la vista y se encontró con la pistola enfundada en la cintura del líder. Tan atento estaba al silencio, a la esquiva señal que no llegaba, que no atendía otro peligro. El dueño alargó la mano y con veloz movimiento lo desarmó. El otro sintió la ausencia y descargó con furia el puño. Pero el dueño estaba fuera de su alcance y el puño en el aire, de vuelta, como cosa imperfecta, inacabada. Intentó un nuevo embate, pero la pistola, su boca donde había estado la luz, sosegó al belicoso. La única violencia era la del sol, tras él, que lo coronaba. Los hombres detuvieron la marcha y sus voces bajo los sombreros, apagadas, como desde el fondo de una botella. El dueño aquietó las voces ladeando la cabeza. Pero entonces los hombres dejaron caer al muerto. Un ruido seco, el del cuerpo en el suelo. Y mientras la visión, mientras el caído encontraba su natural curso, los hombres desenfundaron sus armas. Brillaban todas. Todos con resplandores en las manos. En semicírculo los otros, en dirección al dueño, apuntando. La desventaja era clara. El líder le sonrió a la manada que se regodeaba pensando en el solitario, en su final en esa tierra de nadie. De nuevo el abismo para el dueño. Pero esta vez cerró los ojos para conocer la oscuridad que lo esperaba. Desgranaba entre temblores una oración cuando escuchó el silbido de las balas. Y sus captores, como soldados de plomo, de un solo embate cayeron. Algunos boca arriba, otros de costado, como barcos encallados. Las ropas pronto anegadas, abrevando en la sangre; también las botas, los brazos. El dueño se agachó y miró alrededor. Nada había cambiado. La desolación del cielo, naranja por la ruina del sol. Se acercó a los silenciosos, a la ofrenda de dispersos sombreros. Los cuerpos, a la distancia, como los peces después de la red, con las bocas abiertas. Y con el primero compartían, además del silencio, la mirada en el cielo. El dueño miró la sangre que manaba y que aquietaba el polvo. Estuvo un rato pensando, las manos con nervio, el gesto. A lo lejos la puerta del bar, el perfil de las mesas y los vasos ahogados por la penumbra. Entonces, aguijoneado por la codicia, comenzó a esculcar a los caídos. Hurgó en las camisas, en los pantalones, en las botas. Tuvo particular cuidado con el líder, cuyo cráneo había sido limpiamente perforado. Y en el afán la sangre en las manos. Contó varios billetes, opacas monedas; incluso un anillo. Los dejó bien esquilmados. Un destello en sus manos era la sangre. Tan abundante que goteaba.

Alzó las manos y las miró, leves hojas, a contraluz. Miró el bar y deseó estar ahí, frente al mazo de cartas, parpadeando. Y de vez en cuando, por la ventana, como en irremediable noria, los merodeantes. Una línea en el cielo dibujó un cuervo. Tuvo presentimiento de algo en el aire. Olisqueó sus ropas. Lentamente comprendió y trató de limpiar la sangre de las manos. Pero sus esfuerzos fueron en vano y más cundido quedó: el cuerpo todo de diablo. Y el rojo corría como agua entre los dedos. Aguzó la vista. Un brillo a la distancia. Y esperó, paciente, el trueno.