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Los
mexicanos llegamos al fin de un siglo entre cuyas más
grandes herencias se cuenta una conciencia más
clara y aguda de lo que somos, de lo que representa nuestra
historia y de lo que define a nuestra sociedad.
Nos
reconocemos ahora, plenamente, no como una sucesión,
sino como una yuxtaposición de sociedades distintas
que coexisten en un mismo espacio físico y espiritual:
pluralidad de culturas y civilizaciones, de pueblos y
lenguas, de tiempos históricos, de ritmos y modelos
de desarrollo.
Si
bien el desafío de entender al país y a
la sociedad mexicana en su extraordinaria complejidad
sigue vigente, y siempre será actual porque deriva
de nuestra más genuina riqueza, la histórica,
hoy coincidimos unánimemente en que esta pluralidad
pone ante nuestros ojos la única clase de modernización
posible entre nosotros: la que sea capaz de respetar esa
diversidad, de darle cauce como un todo armónico.
Esta
conciencia, surgida de una indagación y una afirmación
de nuestra identidad que aún no terminan, es uno
de los mejores signos del México actual. El siglo
xx no sólo fue, como otros momentos de gran esplendor
en la larga historia de la cultura mexicana, un siglo
de extraordinaria efervescencia creativa, sino también
un siglo en el que esa efervescencia corrió a la
par o en muchos casos fue reflejo de la conciencia que
artistas, intelectuales, sociedad e instituciones desarrollaron
de la existencia, la naturaleza y el significado histórico
profundo del patrimonio cultural nacional, del valor y
el papel de la creación intelectual y artística
y de la extensa difusión de los valores culturales
en la sociedad.
Tal
conciencia, si bien germinada mucho tiempo atrás
y parte esencial en la construcción del México
independiente desde los inicios del siglo XIX, permitió
sigue...
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